En este año entró al ministerio de Hacienda el señor don Miguel
Lerdo de Tejada que presentó al señor Comonfort la ley sobre
desamortización de los bienes que administraba el clero, y aunque esta
ley le dejaba el goce de los productos de dichos bienes, y sólo le quitaba
el trabajo de administrarlos, no se conformó con ella, resistió su
cumplimiento y trabajó en persuadir al pueblo que era herética y atacaba
la religión, lo que de pronto retrajo a muchos de los mismos liberales de
usar de los derechos que la misma ley les concedía para adquirir a censo
redimible los capitales que el clero se negaba a reconocer con las
condiciones que la autoridad le exigía.
Entonces creí de mi deber hacer cumplir la ley no sólo con
medidas del resorte de la autoridad sino con el ejemplo, para alentar a los
que por escrúpulo infundado se retraían de usar del beneficio que les
concedía la ley. Pedí la adjudicación de un capital de tres mil ochocientos
pesos, si mal no recuerdo, que reconocía una casa situada en la calle de
Coronel de la ciudad de Oaxaca. El deseo de hacer efectiva esta reforma
y no la mira de especular me guió para hacer esta operación. Había
capitales de mi consideración en que pude practicarla, pero no era éste mi
objeto.
En 1857 se publicó la Constitución política de la nación y desde
luego me apresuré a ponerla en práctica principalmente en lo relativo a la
organización del estado. Era mi opinión que los estados se constituyesen
sin pérdida de tiempo, porque temía que por algunos principios de
libertad y de progreso que se habían consignado en la Constitución
general estallase o formarse pronto un motín en la capital de la república
que disolviese a los poderes supremos de la nación; era conveniente que
los estados se encontrasen ya organizados para contrariarlo, destruirlo y
restablecer las autoridades legítimas que la Constitución había
establecido. La mayoría de los estados comprendió la necesidad de su
pronta organización y procedió a realizarla conforme a las bases fijadas
en la Carta fundamental de la república. Oaxaca dio su Constitución
particular, que puso en práctica desde luego, y mediante ella fui electo
gobernador constitucional por medio de elección directa que hicieron los
pueblos.
Era costumbre autorizada por ley en aquel estado, lo mismo que en
los demás de la república, que cuando tomaba posesión el gobernador,
éste concurría con todas las demás autoridades al Te Deum que se
cantaba en la Catedral, a cuya puerta principal salían a recibirlo los
canónigos, pero en esta vez ya el clero hacía una guerra abierta a la
autoridad civil, y muy especialmente a mí por la Ley de Administración
de Justicia que expedí en 23 de noviembre de 1855, y consideraba a los
gobernantes como herejes y excomulgados. Los canónigos de Oaxaca
aprovecharon el incidente de mi posesión para promover un escándalo.
Proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no recibirme, con la
siniestra mira de comprometerme a usar de la fuerza mandando abrir las
puertas con la policía armada y a aprehender a los canónigos, para que mi
administración se inaugurase con un acto de violencia o con un motín si
el pueblo, a quien debía presentarse los aprehendidos como mártires,
tomaba parte en su defensa. Los avisos repetidos que tuve de esta trama
que se urdía y el hecho de que la iglesia estaba cerrada, contra lo
acostumbrado en casos semejantes, siendo ya la hora de la asistencia, me
confirmaron la verdad de lo que pasaba. Aunque contaba yo con fuerzas
suficientes para hacerme respetar procediendo contra los sediciosos y la
ley aún vigente sobre ceremonial de posesión de los gobernadores me
autorizaban para obrar de esta manera, resolví, sin embargo, omitir la
asistencia al Te Deum, no por temor a los canónigos, sino por la
convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben
asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica, si bien como
hombres pueden ir a los templos a practicar los actos de devoción que su
religión les dicte.
Los gobiernos civiles no deben tener religión, porque
siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados
tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían
fielmente este deber si fueran sectarios de alguna. Este suceso fue para
mí muy plausible para reformar la mala costumbre que había de que los
gobernantes asistiesen hasta a las procesiones y aun a las profesiones de
monjas, perdiendo el tiempo que debían emplear en trabajos útiles a la
sociedad. Además, consideré que no debiendo ejercer ninguna función
eclesiástica ni gobernar a nombre de la iglesia, sino del pueblo que me
había elegido, mi autoridad quedaba íntegra y perfecta con sólo la
protesta que hice ante los representantes del estado de cumplir fielmente
mi deber. De este modo evité el escándalo que se proyectó y desde
entonces cesó en Oaxaca la mala costumbre de que las autoridades civiles
asistiesen a las funciones eclesiásticas.
A propósito de malas costumbres,
había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de
los gobernantes, como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas
y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial.
Desde que tuve el carácter de gobernador abolí esta costumbre usando de
sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin
guardia de soldados y sin aparato de ninguna especie, porque tengo la
persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de
su recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para
los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernantes de Oaxaca han
seguido mi ejemplo.
Benito Juárez