La llegada de Benito Juárez a la ciudad de Veracruz. 4 de mayo de 1858
Por Luis Villanueva
Aquella tarde del 4 de mayo de 1858 había una calma chicha, misma que solo era rota de vez en vez por el sonido que hacía la brisa marina y por el plosh, plosh del par de ruedas de paletas al golpear el agua. Así, la mar tranquila besaba con suavidad los costados del vapor Tennessee conforme avanzaba; mientras que allá a lo lejos, en el horizonte, el océano se confundía con el azul del cielo en una línea sin fin. Arriba, sólo unas cuantas nubes similares a algodones hechos jirones surcaban el cielo, mismas que eran atravesadas por una parvada de aves marinas que avisaban su presencia con sus característicos graznidos. Aunque el calor era fuerte, la brisa marina ayudaba a mitigar sus efectos, razón por la que muchos de los pasajeros caminaban, charlaban o simplemente se recargaban en el barandal de la cubierta atisbando el horizonte.
Entre estas personas se encontraba el licenciado Benito Juárez, quien en silencio buscaba, junto con sus ministros Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, Manuel Ruiz y León Guzmán, la todavía invisible costa de Veracruz. El suave plosh, plosh de las paletas del barco era tan monótono, que pasaba desapercibido para todos, fusionado en los sonidos del ambiente. Sin embargo, nada comentaban entre ellos, pues solo reinaba la expectación por saber cómo serían recibidos en el puerto. Llegó un momento en que ese silencio fue tan denso, que podría haber sido cortado con un cuchillo. Al marcar el reloj las dos de la tarde, el presidente decide no seguir allí y se retiró a su camarote junto con sus dudas.
Dos horas después apareció entre la calina la línea amarillenta de la costa veracruzana. Las lejanas siluetas de los médanos, la vetusta fortaleza de San Juan de Ulúa y de la ciudad, apenas se adivinan entre los borrosos mástiles de los muchos barcos anclados en la rada.
Al tener a la vista la fortaleza, Juárez no puede evitar un calosfrío que recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica. A su mente llegaron los recuerdos de su encierro de 10 días previo a su exilio, por órdenes de López de Santa Anna, en uno de aquellos mal olientes, húmedos y oscuros agujeros llamados tinajas, que existen en ese lúgubre sitio. Es curiosa la forma en que trabaja la mente, caviló Juárez. Ya han pasado cinco años y no pudo evitar recordar esa etapa sin sentir esa sensación de desasosiego.
De pronto, a eso de las seis de la tarde, se escucharon en la lejanía el tronar de algunos cañonazos. ¿Advertencia o recibimiento? De momento no se supo si surgieron de Ulúa o del baluarte de Santiago, pero para el caso daba lo mismo. Ante la duda, el capitán del Tennessee detuvo la marcha de la nave y esperó a que llegue el práctico del puerto, que era el encargado de dar instrucciones y de conducir con seguridad al barco a través de los filosos arrecifes dentro de la rada.
Afortunadamente no tuvieron que esperar demasiado, pues poco después llegó la falúa con el práctico en ella, quien apenas había abordado el vapor cuando comenzó a ser bombardeado con preguntas. El práctico se abre paso entre la gente y dirigiéndose a Juárez, le informa que el puerto y la ciudad están en poder del gobernador Manuel Gutiérrez Zamora y del general Ramón Iglesias, comandante militar de la plaza. Enseguida, el práctico le solicitó esperar un poco antes de avanzar al puerto, pues los antes mencionados habían solicitado algo de tiempo para organizar su recibimiento. El presidente respiró con alivio conforme escucha a su interlocutor. Su generalmente adusto rostro reflejaba ahora tranquilidad y una alegría contenida. Después de todo, pensó, aún hay esperanza.
A una señal acordada, el práctico toma el timón y comienza a dirigir con suavidad la nave hacia la bahía, hasta hacerla anclar a un lado de San Juan de Ulúa y de un buque conocido como el “paquebote inglés”, que había llegado unas horas antes procedente de Cuba con la noticia de la posible llegada en el Tennessee, del presidente Juárez y sus ministros.
Al tener a la vista al paquebote, los recuerdos volvieron a la mente del presidente: Era el mismo barco en el que había sido subido intempestivamente, enfermo y sin dinero, con la orden de exilio hacia Europa en aquel de pronto presente, 9 de octubre de 1853. No obstante, también recordaba con agradecimiento a todos aquellos que por caridad, le ayudaron a juntar el costo de su pasaje a Cuba, para después viajar de allí a Nueva Orleáns, contraviniendo así la orden dada por López de Santa Anna. Cosas de la vida, siguió recordando Juárez. Ese paquete era también el mismo que seis meses antes de su exilio, había traído de vuelta a México, desde Cartagena de Indias, a “El Quince Uñas”.
Alrededor de las siete de la noche, el capitán del puerto abordó el Tennessee para confirmar en él la presencia del gobierno constitucional de la República. En seguida, mandó a avisar al gobernador de las buenas nuevas, mientras le presenta sus respetos al ciudadano presidente.
Cerca de las ocho de la noche empiezan los pasajeros a abandonar el vapor, mientras que en una falúa del servicio aduanal, llega el Gobernador Gutiérrez Zamora junto con las autoridades del puerto, para llevar a Juárez y a sus ministros a tierra.
En la ciudad, todo era algarabía y fiesta. Cuando se supo que la hora en que el presidente llegaría al muelle se acercaba, empezaron a cerrar las puertas de casas; talleres, vecindades, oficinas y negocios. Muchísima gente se apretujaba en el muelle, los portales y en la Plaza de Armas. Al momento en que la falúa que llevaba al presidente se desprendió de un costado del Tennessee, mucha más se arremolinó alrededor de aquella. Pronto empezaron a rodear al Tennessee, más falúas y botes con soldados y marinos leales al gobierno, así como también pescadores o simplemente, gente del pueblo.
Cuando Juárez tocó con su pie las escaleras que subían al antiguo muelle, 21 cañonazos rugieron desde la fortaleza de San Juan de Ulúa, rindiendo así, honores (y a lo mejor disculpas), al presidente constitucional. No hubo necesidad de más indicaciones, el gentío se apretujó en torno a Juárez, mientras que la música marcial cubría con sus notas el aire sin parar. Desde el muelle hasta la Puerta Nueva, la Guardia Nacional; los artilleros y la infantería hacían valla. Inesperadamente el clarín tocó “atención” y un silencio se hizo entre la muchedumbre: un jefe de columna ordenó “presentar armas” y al momento, los acordes del himno nacional surcaron los aires.
Muchas lágrimas rodaron por infinidad de mejillas; los corazones latieron al unísono. Gritos de ¡Viva México! ¡Viva Juárez! ¡Viva la Constitución de 1857!, surcaron los aires. Juárez, jubiloso, se dejaba llevar también por la emoción, por la alegría, aunque trataba de mostrarse sereno. Ya no estaba solo, contaba con un pueblo, una ciudad, una aduana, un ejército…contaba también con una futura capital de la República.
El presidente observó en los balcones y azoteas a mujeres y niños batir sus palmas; mientras escuchaba que las campanas de la parroquia teñían sin cesar, uniéndose con singular alegría a los estampidos de los cohetes, los gritos y la música. No era para menos, el párroco que hizo sonar el campanario era el fraile liberal Cristóbal Noriega, capellán de la Guardia Nacional. Este mismo dirigió un Te Deum laudamus en ruego por futuros triunfos.
Juárez, flanqueado por Gutiérrez Zamora y Ramón Iglesias, fue poco a poco avanzando entre aquel mundo de gente que deseaba saludarlo y que a su vez, iluminaban su camino con sirios. Así, llegaron a la casa número 683 de la calle María Andrea, donde fueron alojados. Allí continuarían los discursos de bienvenida.
El presidente, en medio de la zalamerosa palabrería, volvió a pensar: “Hay esperanza”, mientras un brillo especial surge en sus ojos negros como la obsidiana.
*Puerto de Veracruz, a 161 años de la llegada de Juárez a esta ciudad.*
Fotografía de encabezado: Veracruz News.
Basado en la obra del maestro José Luis Melgarejo Vivanco “Juárez en Veracruz”.
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