Continuó su marcha el señor Álvarez para Iguala, donde expidió
un manifiesto a la nación y comenzó a poner en práctica las prevenciones
del plan de la revolución, a cuyo efecto nombró un consejo compuesto de
un representante por cada uno de los estados de la república. Yo fui
nombrado representante por el estado de Oaxaca. Este consejo se instaló
en Cuernavaca y procedió desde luego a elegir presidente de la república,
resultando electo por mayoría de sufragios el ciudadano general Juan
Álvarez, quien tomó posesión inmediatamente de su encargo. Enseguida
formó su gabinete, nombrando para ministro de Relaciones Interiores y
Exteriores al ciudadano Melchor Ocampo, para ministro de Guerra al
ciudadano Ignacio Comonfort, para ministro de Hacienda al ciudadano
Guillermo Prieto y para ministro de Justicia e Instrucción Pública a mí.
Inmediatamente se expidió la convocatoria para la elección de diputados
que constituyeran a la nación. Como el pensamiento de la revolución era
constituir al país sobre las bases sólidas de libertad e igualdad y
restablecer la independencia del poder civil, se juzgó indispensable
excluir al clero de la representación nacional, porque una dolorosa
experiencia había demostrado que los clérigos, por ignorancia o por
malicia, se creían en los congresos representantes sólo de su clase y
contrariaban toda medida que tendiese a corregir sus abusos y a favorecer
los derechos del común de los mexicanos. En aquellas circunstancias era
preciso privar al clero del voto pasivo, adoptándose este contraprincipio
en bien de la sociedad, a condición de que una vez que se diese la
Constitución y quedase sancionada la reforma, los clérigos quedasen
expeditos al igual de los demás ciudadanos para disfrutar del voto pasivo
en las elecciones populares.
El general Comonfort no participaba de esta opinión porque temía
mucho a las clases privilegiadas y retrógradas. Manifestó sumo disgusto
porque en el consejo formado en Iguala no se hubiera nombrado algún
eclesiástico, aventurándose alguna vez a decir que sería conveniente que
el consejo se compusiese en su mitad de eclesiásticos y de las demás
clases la otra mitad. Quería también que continuaran colocados en el
ejército los generales, jefes y oficiales que hasta última hora habían
servido a la tiranía que acababa de caer. De aquí resultaba grande
entorpecimiento en el despacho del gabinete, en momentos que era
preciso obrar con actividad y energía para reorganizar la administración
pública, porque no había acuerdo sobre el programa que debía seguirse.
Esto disgustó al señor Ocampo que se resolvió a presentar su dimisión,
que le fue admitida. El señor Prieto y yo manifestamos también nuestra
determinación de separarnos, pero a instancias del señor presidente y por
la consideración de que en aquellos momentos era muy difícil la
formación de un nuevo gabinete, nos resolvimos a continuar. Lo que más
me decidió a seguir en el ministerio fue la esperanza que tenía de poder
aprovechar una oportunidad para iniciar alguna de tantas reformas que
necesitaba la sociedad para mejorar su condición, utilizando así los
sacrificios que habían hecho los pueblos para destruir la tiranía que los
oprimía.
En aquellos días recibí una comunicación de las autoridades de
Oaxaca en que se me participaba el nombramiento que don Martín
Carrera había hecho en mí de gobernador de aquel estado, y se me
invitaba para que marchara a recibirme del mando; mas como el general
Carrera carecía de misión legítima para hacer este nombramiento,
contesté que no podía aceptarlo mientras no fuese hecho por autoridad
competente. Se trasladó el gobierno unos días a la ciudad de Tlalpan y después
a la capital, donde quedó instalado definitivamente.
El señor Álvarez fue bien recibido por el pueblo y por las personas
notables que estaban filiadas en el partido progresista, pero las clases
privilegiadas, los conservadores y el círculo de los moderados que los
odiaban, porque no pertenecía a la clase alta de la sociedad, como ellos
decían, y porque rígido republicano y hombre honrado no transigía con
sus vicios y con sus abusos, comenzaron desde luego a hacerle una
guerra sistemática y obstinada, criticándole hasta sus costumbres
privadas y sencillas en anécdotas ridículas e indecentes para
desconceptuarlo. El hecho que voy a referir dará a conocer la clase de
intriga que se puso en juego en aquellos días para desprestigiar al señor
Álvarez.
Una compañía dramática le dedicó una función en el Teatro
Nacional. Sus enemigos recurrieron al arbitrio pueril y peregrino de
coligarse para no concurrir a la función y aun comprometieron algunas
familias de las llamadas decentes para que no asistieran. Como los
moderados querían apoderarse de la situación y no tenían otro hombre
más a propósito por su debilidad de carácter para satisfacer sus
pretensiones que el general Comonfort, se rodearon de él halagando su
amor propio y su ambición con hacerle entender que era el único digno
de ejercer el mando supremo por los méritos que había contraído en la
revolución y porque era bien recibido por las clases altas de la sociedad.
Aquel hombre poco cauto cayó en la red, entrando hasta en las pequeñas
intrigas que se fraguaron contra su protector el general Álvarez, a quien
no quiso acompañar en la función de teatro referida. He creído
conveniente entrar en estos pormenores porque sirven para explicar la
corta duración del señor Álvarez en la presidencia y la manera casi
intempestiva de su abdicación.
Mientras llegaban los sucesos que debían precipitar la retirada del
señor Álvarez y la elevación del señor Comonfort a la presidencia de la
república, yo me ocupé en trabajar la Ley de Administración de Justicia.
domingo, 28 de abril de 2013
domingo, 14 de abril de 2013
Apuntes para mis hijos XII (parte 2)
El día 9 llegué a La Habana, donde por permiso que obtuve del
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.
Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855, en que salí para
Acapulco a prestar mis servicios en la campaña que los generales don
Juan Álvarez y don Ignacio Comonfort dirigían contra el poder tiránico
de don Antonio López de Santa Anna. Hice el viaje por La Habana y el
istmo de Panamá y llegué al puerto de Acapulco a fines del mes de julio.
Lo que me determinó a tomar esta resolución fue la orden que dio Santa
Anna de que los desterrados no podrían volver a la república sin prestar
previamente la protesta de sumisión y obediencia al poder tiránico que
ejercía en el país.
Luego que esta orden llegó a mi noticia, hablé a varios de mis compañeros
de destierro y dirigí a los que se hallaban fuera de la ciudad una carta
que debe existir entre mis papeles en borrador, invitándolos para que
volviéramos a la patria, no mediante la condición humillante que se nos
imponía, sino a tomar parte en la revolución que ya se operaba contra
el tirano para establecer un gobierno que hiciera feliz a
la nación por los medios de la justicia, la libertad y la igualdad.
Obtuve el acuerdo de ellos, habiendo sido los principales don Guadalupe
Montenegro, don José Dolores Zetina, don Manuel Cepeda Peraza, don
Esteban Calderón, don Melchor Ocampo, don Ponciano Arriaga y don
José María Mata. Todos se fueron para la frontera de Tamaulipas y yo
marché para Acapulco.
Me hallaba yo en este punto cuando en el mes de agosto llegó la
noticia de que Santa Anna había abandonado el poder yéndose fuera de la
república, y que en la capital se había secundado el Plan de Ayutla
encargándose de la presidencia el general don Martín Carrera.
El entusiasmo que causó esta noticia no daba lugar a la reflexión. Se tenía a
la vista el acta del pronunciamiento y no se cuidaba de examinar sus
términos ni los antecedentes de sus autores para conocer sus tendencias,
sus fines y las consecuencias de su plan. No se trataba más que de
solemnizar el suceso, aprobarlo y reproducir por la prensa el plan
proclamado escribiéndose un artículo que lo encomiase. El redactor del
periódico que ahí se publicaba se encargó de este trabajo. Sin embargo,
yo llamé la atención del señor don Diego Álvarez manifestándole que si
debía celebrarse la fuga de Santa Anna como un hecho que desconcertaba
a los opresores, facilitándose así el triunfo de la revolución, de ninguna
manera debía aprobarse el plan proclamado en México ni reconocerse al
presidente que se había nombrado porque el Plan de Ayutla no autorizaba
a la junta que se formó en la capital para nombrar presidente de la
república, y porque siendo los autores del movimiento los mismos
generales y personas que pocas horas antes servían a Santa Anna
persiguiendo a los sostenedores del Plan de Ayutla, era claro que
viéndose perdidos por la fuga de su jefe se habían resuelto a entrar en la
revolución para falsearla, salvar sus empleos y conseguir la impunidad de
sus crímenes, aprovechándose así de los sacrificios de los patriotas que
se habían lanzado a la lucha para librar a su patria de la tiranía cléricomilitar
que encabezaba don Antonio López de Santa Anna.
El señor don Diego Álvarez estuvo enteramente de acuerdo con mi opinión
y con su anuencia pasé a la imprenta en la madrugada del día siguiente
a revisar el artículo que ya se estaba imprimiendo y en que se
encomiaba como legitimo el plan de la capital.
El señor general don Juan Álvarez que se hallaba en Texca donde
tenía su cuartel general, conoció perfectamente la tendencia del
movimiento de México, desaprobó el plan luego que lo vio y dio sus
órdenes para reunir sus fuerzas a fin de marchar a la capital a consumar la
revolución que él mismo había iniciado.
A los pocos días llegó a Texca don Ignacio Campuzano,
comisionado de don Martín Carrera, con el objeto de persuadir al señor
Álvarez de la legitimidad de la presidencia de Carrera y de la
conveniencia de que lo reconocieran todos los jefes de la revolución con
sus fuerzas. En la junta que se reunió para oír al comisionado y a que yo
asistí por favor del señor Álvarez, se combatió de una manera razonada y
enérgica la pretensión de Campuzano, en términos de que él mismo se
convenció de la impertinencia de su misión y ya no volvió a dar cuenta
del resultado de ella a su comitente.
Enseguida marchó el general Álvarez con sus tropas en dirección a México.
En Chilpancingo se presentaron otros dos comisionados de don
Martín Carrera con el mismo objeto que Campuzano, trayendo algunas
comunicaciones del general Carrera.
Se les oyó también en una junta a que yo asistí, y como eran
patriotas de buena fe quedaron igualmente convencidos de que era
insostenible la presidencia de Carrera por haberse establecido contra el
voto nacional, contrariándose el tenor expreso del plan político y social
de la revolución. A moción mía se acordó que en carta particular se
dijese al general Carrera que no insistiese en su pretensión de retener el
mando para cuyo ejercicio carecía de títulos legítimos como se lo
manifestarían sus comisionados.
Regresaron éstos con la carta y don Martín Carrera tuvo el buen juicio
de retirarse a la vida privada, quedando de comandante militar de la
ciudad de México uno de los generales que firmaron el acta del
pronunciamiento de la capital pocos días después de la fuga del
general Santa Anna.
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.
Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855, en que salí para
Acapulco a prestar mis servicios en la campaña que los generales don
Juan Álvarez y don Ignacio Comonfort dirigían contra el poder tiránico
de don Antonio López de Santa Anna. Hice el viaje por La Habana y el
istmo de Panamá y llegué al puerto de Acapulco a fines del mes de julio.
Lo que me determinó a tomar esta resolución fue la orden que dio Santa
Anna de que los desterrados no podrían volver a la república sin prestar
previamente la protesta de sumisión y obediencia al poder tiránico que
ejercía en el país.
Luego que esta orden llegó a mi noticia, hablé a varios de mis compañeros
de destierro y dirigí a los que se hallaban fuera de la ciudad una carta
que debe existir entre mis papeles en borrador, invitándolos para que
volviéramos a la patria, no mediante la condición humillante que se nos
imponía, sino a tomar parte en la revolución que ya se operaba contra
el tirano para establecer un gobierno que hiciera feliz a
la nación por los medios de la justicia, la libertad y la igualdad.
Obtuve el acuerdo de ellos, habiendo sido los principales don Guadalupe
Montenegro, don José Dolores Zetina, don Manuel Cepeda Peraza, don
Esteban Calderón, don Melchor Ocampo, don Ponciano Arriaga y don
José María Mata. Todos se fueron para la frontera de Tamaulipas y yo
marché para Acapulco.
Me hallaba yo en este punto cuando en el mes de agosto llegó la
noticia de que Santa Anna había abandonado el poder yéndose fuera de la
república, y que en la capital se había secundado el Plan de Ayutla
encargándose de la presidencia el general don Martín Carrera.
El entusiasmo que causó esta noticia no daba lugar a la reflexión. Se tenía a
la vista el acta del pronunciamiento y no se cuidaba de examinar sus
términos ni los antecedentes de sus autores para conocer sus tendencias,
sus fines y las consecuencias de su plan. No se trataba más que de
solemnizar el suceso, aprobarlo y reproducir por la prensa el plan
proclamado escribiéndose un artículo que lo encomiase. El redactor del
periódico que ahí se publicaba se encargó de este trabajo. Sin embargo,
yo llamé la atención del señor don Diego Álvarez manifestándole que si
debía celebrarse la fuga de Santa Anna como un hecho que desconcertaba
a los opresores, facilitándose así el triunfo de la revolución, de ninguna
manera debía aprobarse el plan proclamado en México ni reconocerse al
presidente que se había nombrado porque el Plan de Ayutla no autorizaba
a la junta que se formó en la capital para nombrar presidente de la
república, y porque siendo los autores del movimiento los mismos
generales y personas que pocas horas antes servían a Santa Anna
persiguiendo a los sostenedores del Plan de Ayutla, era claro que
viéndose perdidos por la fuga de su jefe se habían resuelto a entrar en la
revolución para falsearla, salvar sus empleos y conseguir la impunidad de
sus crímenes, aprovechándose así de los sacrificios de los patriotas que
se habían lanzado a la lucha para librar a su patria de la tiranía cléricomilitar
que encabezaba don Antonio López de Santa Anna.
El señor don Diego Álvarez estuvo enteramente de acuerdo con mi opinión
y con su anuencia pasé a la imprenta en la madrugada del día siguiente
a revisar el artículo que ya se estaba imprimiendo y en que se
encomiaba como legitimo el plan de la capital.
El señor general don Juan Álvarez que se hallaba en Texca donde
tenía su cuartel general, conoció perfectamente la tendencia del
movimiento de México, desaprobó el plan luego que lo vio y dio sus
órdenes para reunir sus fuerzas a fin de marchar a la capital a consumar la
revolución que él mismo había iniciado.
A los pocos días llegó a Texca don Ignacio Campuzano,
comisionado de don Martín Carrera, con el objeto de persuadir al señor
Álvarez de la legitimidad de la presidencia de Carrera y de la
conveniencia de que lo reconocieran todos los jefes de la revolución con
sus fuerzas. En la junta que se reunió para oír al comisionado y a que yo
asistí por favor del señor Álvarez, se combatió de una manera razonada y
enérgica la pretensión de Campuzano, en términos de que él mismo se
convenció de la impertinencia de su misión y ya no volvió a dar cuenta
del resultado de ella a su comitente.
Enseguida marchó el general Álvarez con sus tropas en dirección a México.
En Chilpancingo se presentaron otros dos comisionados de don
Martín Carrera con el mismo objeto que Campuzano, trayendo algunas
comunicaciones del general Carrera.
Se les oyó también en una junta a que yo asistí, y como eran
patriotas de buena fe quedaron igualmente convencidos de que era
insostenible la presidencia de Carrera por haberse establecido contra el
voto nacional, contrariándose el tenor expreso del plan político y social
de la revolución. A moción mía se acordó que en carta particular se
dijese al general Carrera que no insistiese en su pretensión de retener el
mando para cuyo ejercicio carecía de títulos legítimos como se lo
manifestarían sus comisionados.
Regresaron éstos con la carta y don Martín Carrera tuvo el buen juicio
de retirarse a la vida privada, quedando de comandante militar de la
ciudad de México uno de los generales que firmaron el acta del
pronunciamiento de la capital pocos días después de la fuga del
general Santa Anna.
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