domingo, 14 de abril de 2013

Apuntes para mis hijos XII (parte 2)

El día 9 llegué a La Habana, donde por permiso que obtuve del
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.

Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855, en que salí para
Acapulco a prestar mis servicios en la campaña que los generales don
Juan Álvarez y don Ignacio Comonfort dirigían contra el poder tiránico
de don Antonio López de Santa Anna. Hice el viaje por La Habana y el
istmo de Panamá y llegué al puerto de Acapulco a fines del mes de julio.
Lo que me determinó a tomar esta resolución fue la orden que dio Santa
Anna de que los desterrados no podrían volver a la república sin prestar
previamente la protesta de sumisión y obediencia al poder tiránico que
ejercía en el país.

Luego que esta orden llegó a mi noticia, hablé a varios de mis compañeros
de destierro y dirigí a los que se hallaban fuera de la ciudad una carta
que debe existir entre mis papeles en borrador, invitándolos para que
volviéramos a la patria, no mediante la condición humillante que se nos
imponía, sino a tomar parte en la revolución que ya se operaba contra
el tirano para establecer un gobierno que hiciera feliz a
la nación por los medios de la justicia, la libertad y la igualdad.

Obtuve el acuerdo de ellos, habiendo sido los principales don Guadalupe
Montenegro, don José Dolores Zetina, don Manuel Cepeda Peraza, don
Esteban Calderón, don Melchor Ocampo, don Ponciano Arriaga y don
José María Mata. Todos se fueron para la frontera de Tamaulipas y yo
marché para Acapulco.

Me hallaba yo en este punto cuando en el mes de agosto llegó la
noticia de que Santa Anna había abandonado el poder yéndose fuera de la
república, y que en la capital se había secundado el Plan de Ayutla
encargándose de la presidencia el general don Martín Carrera.

El entusiasmo que causó esta noticia no daba lugar a la reflexión. Se tenía a
la vista el acta del pronunciamiento y no se cuidaba de examinar sus
términos ni los antecedentes de sus autores para conocer sus tendencias,
sus fines y las consecuencias de su plan. No se trataba más que de
solemnizar el suceso, aprobarlo y reproducir por la prensa el plan
proclamado escribiéndose un artículo que lo encomiase. El redactor del
periódico que ahí se publicaba se encargó de este trabajo. Sin embargo,
yo llamé la atención del señor don Diego Álvarez manifestándole que si
debía celebrarse la fuga de Santa Anna como un hecho que desconcertaba
a los opresores, facilitándose así el triunfo de la revolución, de ninguna
manera debía aprobarse el plan proclamado en México ni reconocerse al
presidente que se había nombrado porque el Plan de Ayutla no autorizaba
a la junta que se formó en la capital para nombrar presidente de la
república, y porque siendo los autores del movimiento los mismos
generales y personas que pocas horas antes servían a Santa Anna
persiguiendo a los sostenedores del Plan de Ayutla, era claro que
viéndose perdidos por la fuga de su jefe se habían resuelto a entrar en la
revolución para falsearla, salvar sus empleos y conseguir la impunidad de
sus crímenes, aprovechándose así de los sacrificios de los patriotas que
se habían lanzado a la lucha para librar a su patria de la tiranía cléricomilitar
que encabezaba don Antonio López de Santa Anna.

El señor don Diego Álvarez estuvo enteramente de acuerdo con mi opinión
y con su anuencia pasé a la imprenta en la madrugada del día siguiente
a revisar el artículo que ya se estaba imprimiendo y en que se
encomiaba como legitimo el plan de la capital.

El señor general don Juan Álvarez que se hallaba en Texca donde
tenía su cuartel general, conoció perfectamente la tendencia del
movimiento de México, desaprobó el plan luego que lo vio y dio sus
órdenes para reunir sus fuerzas a fin de marchar a la capital a consumar la
revolución que él mismo había iniciado.

A los pocos días llegó a Texca don Ignacio Campuzano,
comisionado de don Martín Carrera, con el objeto de persuadir al señor
Álvarez de la legitimidad de la presidencia de Carrera y de la
conveniencia de que lo reconocieran todos los jefes de la revolución con
sus fuerzas. En la junta que se reunió para oír al comisionado y a que yo
asistí por favor del señor Álvarez, se combatió de una manera razonada y
enérgica la pretensión de Campuzano, en términos de que él mismo se
convenció de la impertinencia de su misión y ya no volvió a dar cuenta
del resultado de ella a su comitente.

Enseguida marchó el general Álvarez con sus tropas en dirección a México.
En Chilpancingo se presentaron otros dos comisionados de don
Martín Carrera con el mismo objeto que Campuzano, trayendo algunas
comunicaciones del general Carrera.

Se les oyó también en una junta a que yo asistí, y como eran
patriotas de buena fe quedaron igualmente convencidos de que era
insostenible la presidencia de Carrera por haberse establecido contra el
voto nacional, contrariándose el tenor expreso del plan político y social
de la revolución. A moción mía se acordó que en carta particular se
dijese al general Carrera que no insistiese en su pretensión de retener el
mando para cuyo ejercicio carecía de títulos legítimos como se lo
manifestarían sus comisionados.

Regresaron éstos con la carta y don Martín Carrera tuvo el buen juicio
de retirarse a la vida privada, quedando de comandante militar de la
ciudad de México uno de los generales que firmaron el acta del
pronunciamiento de la capital pocos días después de la fuga del
general Santa Anna.

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