domingo, 28 de abril de 2013

Apuntes para mis hijos XIII

Continuó su marcha el señor Álvarez para Iguala, donde expidió
un manifiesto a la nación y comenzó a poner en práctica las prevenciones
del plan de la revolución, a cuyo efecto nombró un consejo compuesto de
un representante por cada uno de los estados de la república. Yo fui
nombrado representante por el estado de Oaxaca. Este consejo se instaló
en Cuernavaca y procedió desde luego a elegir presidente de la república,
resultando electo por mayoría de sufragios el ciudadano general Juan
Álvarez, quien tomó posesión inmediatamente de su encargo. Enseguida
formó su gabinete, nombrando para ministro de Relaciones Interiores y
Exteriores al ciudadano Melchor Ocampo, para ministro de Guerra al
ciudadano Ignacio Comonfort, para ministro de Hacienda al ciudadano
Guillermo Prieto y para ministro de Justicia e Instrucción Pública a mí.


Inmediatamente se expidió la convocatoria para la elección de diputados
que constituyeran a la nación. Como el pensamiento de la revolución era
constituir al país sobre las bases sólidas de libertad e igualdad y
restablecer la independencia del poder civil, se juzgó indispensable
excluir al clero de la representación nacional, porque una dolorosa
experiencia había demostrado que los clérigos, por ignorancia o por
malicia, se creían en los congresos representantes sólo de su clase y
contrariaban toda medida que tendiese a corregir sus abusos y a favorecer
los derechos del común de los mexicanos. En aquellas circunstancias era
preciso privar al clero del voto pasivo, adoptándose este contraprincipio
en bien de la sociedad, a condición de que una vez que se diese la
Constitución y quedase sancionada la reforma, los clérigos quedasen
expeditos al igual de los demás ciudadanos para disfrutar del voto pasivo
en las elecciones populares.


El general Comonfort no participaba de esta opinión porque temía
mucho a las clases privilegiadas y retrógradas. Manifestó sumo disgusto
porque en el consejo formado en Iguala no se hubiera nombrado algún
eclesiástico, aventurándose alguna vez a decir que sería conveniente que
el consejo se compusiese en su mitad de eclesiásticos y de las demás
clases la otra mitad. Quería también que continuaran colocados en el
ejército los generales, jefes y oficiales que hasta última hora habían
servido a la tiranía que acababa de caer. De aquí resultaba grande
entorpecimiento en el despacho del gabinete, en momentos que era
preciso obrar con actividad y energía para reorganizar la administración
pública, porque no había acuerdo sobre el programa que debía seguirse.


Esto disgustó al señor Ocampo que se resolvió a presentar su dimisión,
que le fue admitida. El señor Prieto y yo manifestamos también nuestra
determinación de separarnos, pero a instancias del señor presidente y por
la consideración de que en aquellos momentos era muy difícil la
formación de un nuevo gabinete, nos resolvimos a continuar. Lo que más
me decidió a seguir en el ministerio fue la esperanza que tenía de poder
aprovechar una oportunidad para iniciar alguna de tantas reformas que
necesitaba la sociedad para mejorar su condición, utilizando así los
sacrificios que habían hecho los pueblos para destruir la tiranía que los
oprimía.


En aquellos días recibí una comunicación de las autoridades de
Oaxaca en que se me participaba el nombramiento que don Martín
Carrera había hecho en mí de gobernador de aquel estado, y se me
invitaba para que marchara a recibirme del mando; mas como el general
Carrera carecía de misión legítima para hacer este nombramiento,
contesté que no podía aceptarlo mientras no fuese hecho por autoridad
competente. Se trasladó el gobierno unos días a la ciudad de Tlalpan y después
a la capital, donde quedó instalado definitivamente.


El señor Álvarez fue bien recibido por el pueblo y por las personas
notables que estaban filiadas en el partido progresista, pero las clases
privilegiadas, los conservadores y el círculo de los moderados que los
odiaban, porque no pertenecía a la clase alta de la sociedad, como ellos
decían, y porque rígido republicano y hombre honrado no transigía con
sus vicios y con sus abusos, comenzaron desde luego a hacerle una
guerra sistemática y obstinada, criticándole hasta sus costumbres
privadas y sencillas en anécdotas ridículas e indecentes para
desconceptuarlo. El hecho que voy a referir dará a conocer la clase de
intriga que se puso en juego en aquellos días para desprestigiar al señor
Álvarez.


Una compañía dramática le dedicó una función en el Teatro
Nacional. Sus enemigos recurrieron al arbitrio pueril y peregrino de
coligarse para no concurrir a la función y aun comprometieron algunas
familias de las llamadas decentes para que no asistieran. Como los
moderados querían apoderarse de la situación y no tenían otro hombre
más a propósito por su debilidad de carácter para satisfacer sus
pretensiones que el general Comonfort, se rodearon de él halagando su
amor propio y su ambición con hacerle entender que era el único digno
de ejercer el mando supremo por los méritos que había contraído en la
revolución y porque era bien recibido por las clases altas de la sociedad.
Aquel hombre poco cauto cayó en la red, entrando hasta en las pequeñas
intrigas que se fraguaron contra su protector el general Álvarez, a quien
no quiso acompañar en la función de teatro referida. He creído
conveniente entrar en estos pormenores porque sirven para explicar la
corta duración del señor Álvarez en la presidencia y la manera casi
intempestiva de su abdicación.





Mientras llegaban los sucesos que debían precipitar la retirada del
señor Álvarez y la elevación del señor Comonfort a la presidencia de la
república, yo me ocupé en trabajar la Ley de Administración de Justicia.




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