El partido republicano adoptó después la denominación de el
partido yorkino, y desde entonces comenzó una lucha encarnizada y
constante entre el partido escocés que defendía el pasado con todos sus
abusos, y el partido yorkino, que quería la libertad y el progreso; pero
desgraciadamente el segundo luchaba casi siempre con desventaja porque
no habiéndose generalizado la ilustración en aquellos días, sus corifeos,
con muy pocas y honrosas excepciones carecían de fe en el triunfo de los
principios que proclamaban, porque comprendían mal la libertad y el
progreso y abandonaban con facilidad sus filas pasándose al bando
contrario, con lo que desconcertaban los trabajos de sus antiguos
correligionarios, les causaban su derrota y retardaban el triunfo de la
libertad y del progreso. Esto pasaba en lo general a la república en el año
de 1827.
En lo particular del estado de Oaxaca, donde yo vivía, se
verificaban también aunque en pequeña escala, algunos sucesos análogos
a los generales de la nación. Se reunió un Congreso constituyente que dio
la Constitución del estado. Los partidos liberal y retrógrado tomaron sus
denominaciones particulares llamándose "vinagre" el primero y "aceite"
el segundo. Ambos trabajaron activamente en las elecciones que se
hicieron de diputados y senadores para el primer Congreso
constitucional. El partido liberal triunfó sacando una mayoría de
diputados y senadores liberales, a lo que se debió que el Congreso diera
algunas leyes que favorecían la libertad y progreso de aquella sociedad,
que estaba enteramente dominada por la ignorancia, el fanatismo
religioso y las preocupaciones.
La medida más importante por sus
trascendencias saludables y que hará siempre honor a los miembros de
aquel Congreso fue el establecimiento de un colegio civil que se
denominó Instituto de Ciencias y Artes, independiente de la tutela del
clero y destinado para la enseñanza de la juventud en varios ramos del
saber humano, que era muy difícil aprender en aquel estado donde no
había más establecimiento literario que el Colegio Seminario Conciliar,
en que se enseñaba únicamente gramática latina, filosofía, física
elemental y teología; de manera que para seguir otra carrera que no fuese
la eclesiástica, o para perfeccionarse en algún arte u oficio, era preciso
poseer un caudal suficiente para ir a la capital de la nación o a algún país
extranjero para instruirse o perfeccionarse en la ciencia o arte a que uno
quisiera dedicarse. Para los pobres como yo era perdida toda la
esperanza.
Al abrirse el Instituto en el citado año de 1827, el doctor don José
Juan Canseco, uno de los autores de la ley que creó el establecimiento,
pronunció el discurso de apertura, demostrando las ventajas de la
instrucción de la juventud y la facilidad con que ésta podría desde
entonces abrazar la profesión literaria que quisiera elegir. Desde aquel
día muchos estudiantes del Seminario se pasaron al Instituto. Sea por este
ejemplo, sea por curiosidad, sea por la impresión que hizo en mí el
discurso del doctor Canseco, sea por el fastidio que me causaba el estudio
de la teología por lo incomprensible de sus principios, o sea por mi
natural deseo de seguir otra carrera distinta de la eclesiástica, lo cierto es
que ya no cursaba a gusto la cátedra de teología, a que había pasado
después de haber concluido el curso de filosofía. Luego que sufrí el
examen de estatuto me despedí de mi maestro, que lo era el canónigo don
Luis Morales, y me pasé al Instituto a estudiar jurisprudencia en agosto
de 1828.
El director y catedráticos de este nuevo establecimiento eran todos
del partido liberal y tomaban parte, como era natural, en todas las
cuestiones políticas que se suscitaban en el estado. Por esto, y por lo que
es más cierto, porque el clero conoció que aquel nuevo plantel de
educación, donde no se ponían trabas a la inteligencia para descubrir la
verdad, sería en lo sucesivo, como lo ha sido en efecto, la ruina de su
poder basado sobre el error y las preocupaciones, le declaró una guerra
sistemática y cruel, valiéndose de la influencia muy poderosa que
entonces ejercía sobre la autoridad civil, sobre las familias y sobre toda la
sociedad. Llamaban al Instituto "casa de prostitución", y a los
catedráticos y discípulos, "herejes" y "libertinos".
Los padres de familia rehusaban mandar a sus hijos a aquel
establecimiento y los pocos alumnos que concurríamos a las cátedras
éramos mal vistos y excomulgados por la inmensa mayoría ignorante y
fanática de aquella desgraciada sociedad. Muchos de mis compañeros
desertaron, espantados del poderoso enemigo que nos perseguía. Unos
cuantos nomás quedamos sosteniendo aquella casa con nuestra diaria
concurrencia a las cátedras.
En 1829 se anunció una próxima invasión de los españoles por el
Istmo de Tehuantepec, y todos los estudiantes del Instituto ocurrimos a
alistarnos en la milicia cívica, habiéndoseme nombrado teniente de una
de las compañías que se organizaron para defender la independencia
nacional. En 1830 me encargué, en clase de sustituto, de la cátedra de
física con una dotación de 30 pesos con los que tuve para auxiliarme en
mis gastos. En 1831 concluí mi curso de jurisprudencia y pasé a la
práctica al bufete del licenciado don Tiburcio Cañas. En el mismo año fui
nombrado regidor del ayuntamiento de la capital por elección popular y
presidí el acto de física que mi discípulo don Francisco Rincón dedicó al
cuerpo académico del Colegio Seminario.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1, capítulo 1.
domingo, 23 de diciembre de 2012
sábado, 22 de diciembre de 2012
Apuntes para mis hijos IV
En el año de 1827 concluí el curso de artes habiendo sostenido en
público dos actos que se me señalaron y sufrido los exámenes de
reglamento con las calificaciones de Excelente nemine discrepante, y con
algunas notas honrosas que me hicieron mis sinodales.
En este mismo año se abrió el curso de teología y pasé a estudiar
este ramo, como parte esencial de la carrera o profesión a que mi padrino
quería destinarme, y acaso fue esta la razón que tuvo para no instarme ya
a que me ordenara prontamente.
En esta época se habían ya realizado grandes acontecimientos en la
Nación. La guerra de independencia iniciada en el pueblo de Dolores en
la noche del 15 de septiembre de 1810 por el venerable cura don Miguel
Hidalgo y Costilla con unos cuantos indígenas armados de escopetas,
lanzas y palos, y conservada en las montañas del Sur por el ilustre
ciudadano Vicente Guerrero, llegó a terminarse con el triunfo definitivo
del ejército independiente, que acaudillado por los generales Iturbide,
Guerrero, Bravo, Bustamante y otros jefes, ocupó la capital del antiguo
virreinato el día 27 de septiembre de 1821. Iturbide, abusando de la
confianza que sólo por amor a la patria le habían dispensado los jefes del
ejército cediéndole el mando, y creyendo que a él solo se debía el triunfo
de la causa nacional, se declaró emperador de México contra la opinión
del partido republicano y con disgusto del partido monarquista que
deseaba sentar en el trono de Moctezuma a un príncipe de la casa de
Borbón, conforme a los Tratados de Córdoba que el mismo Iturbide
había aprobado y que después fueron nulificados por la nación.
De pronto, el silencio de estos partidos, mientras organizaban sus
trabajos y combinaban sus elementos, y el entusiasmo del vulgo, que
raras veces examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre
admira y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario, dieron una
apariencia de aceptación general al nuevo imperio, que en verdad sólo
Iturbide sostenía. Así se explica la casi instantánea sublevación que a los
pocos meses se verificó contra él proclamándose la república y que lo
obligó a abdicar, saliendo enseguida fuera del país. Se convocó desde
luego a los pueblos para que eligieran a sus diputados con poderes
amplios para que constituyeran a la nación sobre las bases de
independencia, libertad y república, que se acababan de proclamar;
hechas las elecciones se reunieron los representantes del pueblo en la
capital de la república, y se abrió el debate sobre la forma de gobierno
que debía adoptarse.
Entretanto el desgraciado Iturbide desembarca en Soto la Marina y es
aprehendido y decapitado como perturbador del orden público,
el Congreso sigue sus deliberaciones.
El partido monárquico-conservador, que cooperó a la caída de Iturbide más por odio
a este jefe que por simpatías al partido republicano, estaba ya organizado
bajo la denominación de el partido escocés, y trabajaba en el Congreso
por la centralización del poder y por la subsistencia de las clases
privilegiadas con todos los abusos y preocupaciones que habían sido el
apoyo y la vida del sistema virreinal. Por el contrario, el partido
republicano quería la forma federal y que en la nueva Constitución se
consignasen los principios de libertad y de progreso que hacían próspera
y feliz a la vecina república de los Estados Unidos del Norte. El debate
fue sostenido con calor y obstinación, no sólo en el Congreso sino en el
público y en la prensa naciente de las provincias, y al fin quedaron
victoriosos los republicanos federalistas en cuanto a la forma de
gobierno, pues se desechó la central y se adoptó la de la república
representativa, popular, federal; pero en el fondo de la cuestión ganaron
los centralistas, porque en la nueva Carta se incrustaron la intolerancia
religiosa, los fueros de las clases privilegiadas, la institución de
comandancias generales y otros contraprincipios que nulificaban la
libertad y la federación que se quería establecer.
Fue la Constitución de 1824 una transacción entre el progreso y
el retroceso, que lejos de ser la base de una paz estable y de una
verdadera libertad para la nación, fue el
semillero fecundo y constante de las convulsiones incesantes que ha
sufrido la república y que sufrirá todavía mientras que la sociedad no
recobre su nivel, haciéndose efectiva la igualdad de derechos y
obligaciones entre todos los ciudadanos y entre todos los hombres que
pisen el territorio nacional, sin privilegios, sin fueros, sin monopolios y
sin odiosas distinciones; mientras que no desaparezcan los tratados que
existen entre México y las potencias extranjeras, tratados que son inútiles
una vez que la suprema ley de la república sea el respeto inviolable y
sagrado de los derechos de los hombres y de los pueblos, sean quienes
fueren, con tal de que respeten los derechos de México, a sus autoridades
y a sus leyes; mientras, finalmente, que en la república no haya más que
una sola y única autoridad: la autoridad civil, del modo que lo determine
la voluntad nacional, sin religión de Estado y desapareciendo los poderes
militares y eclesiásticos, como entidades políticas que la fuerza, la
ambición y el abuso han puesto enfrente del poder supremo de la
sociedad, usurpándole sus fueros y prerrogativas y subalternándolo a sus
caprichos.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1, caítulo 1.
público dos actos que se me señalaron y sufrido los exámenes de
reglamento con las calificaciones de Excelente nemine discrepante, y con
algunas notas honrosas que me hicieron mis sinodales.
En este mismo año se abrió el curso de teología y pasé a estudiar
este ramo, como parte esencial de la carrera o profesión a que mi padrino
quería destinarme, y acaso fue esta la razón que tuvo para no instarme ya
a que me ordenara prontamente.
En esta época se habían ya realizado grandes acontecimientos en la
Nación. La guerra de independencia iniciada en el pueblo de Dolores en
la noche del 15 de septiembre de 1810 por el venerable cura don Miguel
Hidalgo y Costilla con unos cuantos indígenas armados de escopetas,
lanzas y palos, y conservada en las montañas del Sur por el ilustre
ciudadano Vicente Guerrero, llegó a terminarse con el triunfo definitivo
del ejército independiente, que acaudillado por los generales Iturbide,
Guerrero, Bravo, Bustamante y otros jefes, ocupó la capital del antiguo
virreinato el día 27 de septiembre de 1821. Iturbide, abusando de la
confianza que sólo por amor a la patria le habían dispensado los jefes del
ejército cediéndole el mando, y creyendo que a él solo se debía el triunfo
de la causa nacional, se declaró emperador de México contra la opinión
del partido republicano y con disgusto del partido monarquista que
deseaba sentar en el trono de Moctezuma a un príncipe de la casa de
Borbón, conforme a los Tratados de Córdoba que el mismo Iturbide
había aprobado y que después fueron nulificados por la nación.
De pronto, el silencio de estos partidos, mientras organizaban sus
trabajos y combinaban sus elementos, y el entusiasmo del vulgo, que
raras veces examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre
admira y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario, dieron una
apariencia de aceptación general al nuevo imperio, que en verdad sólo
Iturbide sostenía. Así se explica la casi instantánea sublevación que a los
pocos meses se verificó contra él proclamándose la república y que lo
obligó a abdicar, saliendo enseguida fuera del país. Se convocó desde
luego a los pueblos para que eligieran a sus diputados con poderes
amplios para que constituyeran a la nación sobre las bases de
independencia, libertad y república, que se acababan de proclamar;
hechas las elecciones se reunieron los representantes del pueblo en la
capital de la república, y se abrió el debate sobre la forma de gobierno
que debía adoptarse.
Entretanto el desgraciado Iturbide desembarca en Soto la Marina y es
aprehendido y decapitado como perturbador del orden público,
el Congreso sigue sus deliberaciones.
El partido monárquico-conservador, que cooperó a la caída de Iturbide más por odio
a este jefe que por simpatías al partido republicano, estaba ya organizado
bajo la denominación de el partido escocés, y trabajaba en el Congreso
por la centralización del poder y por la subsistencia de las clases
privilegiadas con todos los abusos y preocupaciones que habían sido el
apoyo y la vida del sistema virreinal. Por el contrario, el partido
republicano quería la forma federal y que en la nueva Constitución se
consignasen los principios de libertad y de progreso que hacían próspera
y feliz a la vecina república de los Estados Unidos del Norte. El debate
fue sostenido con calor y obstinación, no sólo en el Congreso sino en el
público y en la prensa naciente de las provincias, y al fin quedaron
victoriosos los republicanos federalistas en cuanto a la forma de
gobierno, pues se desechó la central y se adoptó la de la república
representativa, popular, federal; pero en el fondo de la cuestión ganaron
los centralistas, porque en la nueva Carta se incrustaron la intolerancia
religiosa, los fueros de las clases privilegiadas, la institución de
comandancias generales y otros contraprincipios que nulificaban la
libertad y la federación que se quería establecer.
Fue la Constitución de 1824 una transacción entre el progreso y
el retroceso, que lejos de ser la base de una paz estable y de una
verdadera libertad para la nación, fue el
semillero fecundo y constante de las convulsiones incesantes que ha
sufrido la república y que sufrirá todavía mientras que la sociedad no
recobre su nivel, haciéndose efectiva la igualdad de derechos y
obligaciones entre todos los ciudadanos y entre todos los hombres que
pisen el territorio nacional, sin privilegios, sin fueros, sin monopolios y
sin odiosas distinciones; mientras que no desaparezcan los tratados que
existen entre México y las potencias extranjeras, tratados que son inútiles
una vez que la suprema ley de la república sea el respeto inviolable y
sagrado de los derechos de los hombres y de los pueblos, sean quienes
fueren, con tal de que respeten los derechos de México, a sus autoridades
y a sus leyes; mientras, finalmente, que en la república no haya más que
una sola y única autoridad: la autoridad civil, del modo que lo determine
la voluntad nacional, sin religión de Estado y desapareciendo los poderes
militares y eclesiásticos, como entidades políticas que la fuerza, la
ambición y el abuso han puesto enfrente del poder supremo de la
sociedad, usurpándole sus fueros y prerrogativas y subalternándolo a sus
caprichos.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1, caítulo 1.
domingo, 16 de diciembre de 2012
Apuntes para mis hijos III
Entretanto, veía yo entrar y salir diariamente en el Colegio
Seminario que había en la ciudad a muchos jóvenes que iban a estudiar
para abrazar la carrera eclesiástica, lo que me hizo recordar los consejos
de mi tío que deseaba que yo fuese eclesiástico de profesión. Además,
era una opinión generalmente recibida entonces, no sólo en el vulgo sino
en las clases altas de la sociedad, de que los clérigos y aun los que sólo
eran estudiantes sin ser eclesiásticos sabían mucho, y de hecho observaba
yo que eran respetados y considerados por el saber que se les atribuía.
Esta circunstancia, más que el propósito de ser clérigo, para lo que sentía
una instintiva repugnancia, me decidió a suplicarle a mi padrino, así
llamaré en adelante a don Antonio Salanueva porque me llevó a
confirmar a los pocos días de haberme recibido en su casa, para que me
permitiera ir a estudiar al Seminario, ofreciéndole que haría todo esfuerzo
para hacer compatible el cumplimiento de mis obligaciones en su
servicio con mi dedicación al estudio a que me iba a consagrar.
Como aquel buen hombre era, según dije antes, amigo de la educación de la
juventud, no sólo recibió con agrado mi pensamiento sino que me
estimuló a llevarlo a efecto diciéndome que teniendo yo la ventaja de
poseer el idioma zapoteco, mi lengua natal, podía, conforme a las leyes
eclesiásticas de América, ordenarme a título de él sin necesidad de tener
algún patrimonio que se exigía a otros para subsistir mientras obtenían
algún beneficio. Allanado de ese modo mi camino entré a estudiar
gramática latina al Seminario en calidad de capense, el día 18 de octubre
de 1821, por supuesto, sin saber gramática castellana, ni las demás
materias de la educación primaria.
Desgraciadamente, no sólo en mí se notaba ese defecto sino en los
demás estudiantes, generalmente por el atraso en que se hallaba la
instrucción pública en aquellos tiempos.
Comencé pues mis estudios bajo la dirección de profesores, que
siendo todos eclesiásticos la educación literaria que me daban debía ser
puramente eclesiástica. En agosto de 1823 concluí mi estudio de
gramática latina, habiendo sufrido los dos exámenes de estatuto con las
calificaciones de Excelente. En ese año no se abrió curso de artes y tuve
que esperar hasta el año siguiente para empezar a estudiar filosofía por la
obra del padre Jaquier; pero antes tuve que vencer una dificultad grave
que se me presentó y fue la siguiente: luego que concluí mi estudio de
gramática latina mi padrino manifestó grande interés porque pasase yo a
estudiar teología moral para que el año siguiente comenzará a recibir las
órdenes sagradas.
Esta indicación me fue muy penosa, tanto por la
repugnancia que tenía a la carrera eclesiástica, como por la mala idea que
se tenía de los sacerdotes que sólo estudiaban gramática latina y teología
moral y a quienes por este motivo se ridiculizaba llamándolos "padres de
misa y olla" o "Larragos". Se les daba el primer apodo porque por su
ignorancia sólo decían misa para ganar la subsistencia y no les era
permitido predicar ni ejercer otras funciones que requerían instrucción y
capacidad; y se les llamaba "Larragos", porque sólo estudiaban teología
moral por el padre Larraga. Del modo que pude manifesté a mi padrino
con franqueza este inconveniente, agregándole que no teniendo yo
todavía la edad suficiente para recibir el presbiterado nada perdía con
estudiar el curso de artes. Tuve la fortuna de que le convencieran mis
razones y me dejó seguir mi carrera como yo lo deseaba.
Seminario que había en la ciudad a muchos jóvenes que iban a estudiar
para abrazar la carrera eclesiástica, lo que me hizo recordar los consejos
de mi tío que deseaba que yo fuese eclesiástico de profesión. Además,
era una opinión generalmente recibida entonces, no sólo en el vulgo sino
en las clases altas de la sociedad, de que los clérigos y aun los que sólo
eran estudiantes sin ser eclesiásticos sabían mucho, y de hecho observaba
yo que eran respetados y considerados por el saber que se les atribuía.
Esta circunstancia, más que el propósito de ser clérigo, para lo que sentía
una instintiva repugnancia, me decidió a suplicarle a mi padrino, así
llamaré en adelante a don Antonio Salanueva porque me llevó a
confirmar a los pocos días de haberme recibido en su casa, para que me
permitiera ir a estudiar al Seminario, ofreciéndole que haría todo esfuerzo
para hacer compatible el cumplimiento de mis obligaciones en su
servicio con mi dedicación al estudio a que me iba a consagrar.
Como aquel buen hombre era, según dije antes, amigo de la educación de la
juventud, no sólo recibió con agrado mi pensamiento sino que me
estimuló a llevarlo a efecto diciéndome que teniendo yo la ventaja de
poseer el idioma zapoteco, mi lengua natal, podía, conforme a las leyes
eclesiásticas de América, ordenarme a título de él sin necesidad de tener
algún patrimonio que se exigía a otros para subsistir mientras obtenían
algún beneficio. Allanado de ese modo mi camino entré a estudiar
gramática latina al Seminario en calidad de capense, el día 18 de octubre
de 1821, por supuesto, sin saber gramática castellana, ni las demás
materias de la educación primaria.
Desgraciadamente, no sólo en mí se notaba ese defecto sino en los
demás estudiantes, generalmente por el atraso en que se hallaba la
instrucción pública en aquellos tiempos.
Comencé pues mis estudios bajo la dirección de profesores, que
siendo todos eclesiásticos la educación literaria que me daban debía ser
puramente eclesiástica. En agosto de 1823 concluí mi estudio de
gramática latina, habiendo sufrido los dos exámenes de estatuto con las
calificaciones de Excelente. En ese año no se abrió curso de artes y tuve
que esperar hasta el año siguiente para empezar a estudiar filosofía por la
obra del padre Jaquier; pero antes tuve que vencer una dificultad grave
que se me presentó y fue la siguiente: luego que concluí mi estudio de
gramática latina mi padrino manifestó grande interés porque pasase yo a
estudiar teología moral para que el año siguiente comenzará a recibir las
órdenes sagradas.
Esta indicación me fue muy penosa, tanto por la
repugnancia que tenía a la carrera eclesiástica, como por la mala idea que
se tenía de los sacerdotes que sólo estudiaban gramática latina y teología
moral y a quienes por este motivo se ridiculizaba llamándolos "padres de
misa y olla" o "Larragos". Se les daba el primer apodo porque por su
ignorancia sólo decían misa para ganar la subsistencia y no les era
permitido predicar ni ejercer otras funciones que requerían instrucción y
capacidad; y se les llamaba "Larragos", porque sólo estudiaban teología
moral por el padre Larraga. Del modo que pude manifesté a mi padrino
con franqueza este inconveniente, agregándole que no teniendo yo
todavía la edad suficiente para recibir el presbiterado nada perdía con
estudiar el curso de artes. Tuve la fortuna de que le convencieran mis
razones y me dejó seguir mi carrera como yo lo deseaba.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
Apuntes para mis hijos II
El día 17 de diciembre de 1818 y a los doce años de mi
edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca a donde
llegué en la noche del mismo día, alojándome en la casa de Don Antonio
Maza en que mi hermana María Josefa servía de cocinera. En los
primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la grana (1), ganando
dos reales diarios para mi subsistencia mientras encontraba una casa en
qué servir.
Vivía entonces en la ciudad un hombre piadoso y muy honrado que ejercía
el oficio de encuadernador y empastador de libros.
Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francisco y aunque muy
dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas era bastante
despreocupado y amigo de la educación de la juventud. Las obras de
Feijoo y las epístolas de San Pablo eran los libros favoritos de su lectura.
Este hombre se llamaba Don Antonio Salanueva, quien me recibió en su
casa ofreciendo mandarme a la escuela para que aprendiese a leer y a
escribir. De este modo quedé establecido en Oaxaca en 7 de enero de
1819.
En las escuelas de primeras letras de aquella época no se enseñaba
la gramática castellana. Leer, escribir y aprender de memoria el
Catecismo del padre Ripalda era lo que entonces formaba el ramo de
instrucción primaria. Era cosa inevitable que mi educación fuese lenta y
del todo imperfecta. Hablaba yo el idioma español sin reglas y con todos
los vicios con que lo hablaba el vulgo. Tanto por mis ocupaciones, como
por el mal método de la enseñanza, apenas escribía, después de algún
tiempo, en la cuarta escala en que estaba dividida la enseñanza de
escritura en la escuela a que yo concurría. Ansioso de concluir pronto mi
ramo de escritura, pedí pasar a otro establecimiento creyendo que de este
modo aprendería con más perfección y con menos lentitud.
Me presenté a Don José Domingo González, así se llamaba mi nuevo
preceptor, quien desde luego me preguntó en qué regla o escala estaba
yo escribiendo. Le contesté que en la cuarta... “Bien -me dijo-,
haz tu plana que me presentarás a la hora que los demás presenten las suyas”.
Llegada la hora de costumbre presenté la plana que había yo formado conforme a la
muestra que se me dio, pero no salió perfecta porque estaba yo
aprendiendo y no era un profesor. El maestro se molestó y en vez de
manifestarme los defectos que mi plana tenía y enseñarme el modo de
enmendarlos sólo me dijo que no servía y me mandó castigar.
Esta injusticia me ofendió profundamente no menos que la desigualdad con
que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la
Escuela Real, pues mientras el maestro en un departamento separado
enseñaba con esmero a un número determinado de niños, que se
llamaban decentes, yo y los demás jóvenes pobres como yo estábamos
relegados a otro departamento bajo la dirección de un hombre que se
titulaba ayudante y que era tan poco a propósito para enseñar y de un
carácter tan duro como el maestro.
Disgustado de este pésimo método de enseñanza y no habiendo en
la ciudad otro establecimiento a qué ocurrir, me resolví a separarme
definitivamente de la escuela y a practicar por mí mismo lo poco que
había aprendido para poder expresar mis ideas por medio de la escritura
aunque fuese de mala forma, como lo es la que uso hasta hoy.
Imagen: Infancia es destino, Fray Antonio Salanueva y Benito Juárez, acuarela
sobre papel. Archivo Benito Juárez. Fondo Reservado. Biblioteca
Nacional, UNAM.
Memoria 2010 © Derechos Reservados
(1) Por lo regular, la mayoría de las versiones de Apuntes, escriben “granja” en lugar de
grana. Se refiere a la grana cochinilla, insecto que se cría en las nopaleras y de donde se saca un color rojo (grana) para tintes. Era la industria colonial oaxaqueña más
importante. HCHS.
edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca a donde
llegué en la noche del mismo día, alojándome en la casa de Don Antonio
Maza en que mi hermana María Josefa servía de cocinera. En los
primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la grana (1), ganando
dos reales diarios para mi subsistencia mientras encontraba una casa en
qué servir.
Vivía entonces en la ciudad un hombre piadoso y muy honrado que ejercía
el oficio de encuadernador y empastador de libros.
Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francisco y aunque muy
dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas era bastante
despreocupado y amigo de la educación de la juventud. Las obras de
Feijoo y las epístolas de San Pablo eran los libros favoritos de su lectura.
Este hombre se llamaba Don Antonio Salanueva, quien me recibió en su
casa ofreciendo mandarme a la escuela para que aprendiese a leer y a
escribir. De este modo quedé establecido en Oaxaca en 7 de enero de
1819.
En las escuelas de primeras letras de aquella época no se enseñaba
la gramática castellana. Leer, escribir y aprender de memoria el
Catecismo del padre Ripalda era lo que entonces formaba el ramo de
instrucción primaria. Era cosa inevitable que mi educación fuese lenta y
del todo imperfecta. Hablaba yo el idioma español sin reglas y con todos
los vicios con que lo hablaba el vulgo. Tanto por mis ocupaciones, como
por el mal método de la enseñanza, apenas escribía, después de algún
tiempo, en la cuarta escala en que estaba dividida la enseñanza de
escritura en la escuela a que yo concurría. Ansioso de concluir pronto mi
ramo de escritura, pedí pasar a otro establecimiento creyendo que de este
modo aprendería con más perfección y con menos lentitud.
Me presenté a Don José Domingo González, así se llamaba mi nuevo
preceptor, quien desde luego me preguntó en qué regla o escala estaba
yo escribiendo. Le contesté que en la cuarta... “Bien -me dijo-,
haz tu plana que me presentarás a la hora que los demás presenten las suyas”.
Llegada la hora de costumbre presenté la plana que había yo formado conforme a la
muestra que se me dio, pero no salió perfecta porque estaba yo
aprendiendo y no era un profesor. El maestro se molestó y en vez de
manifestarme los defectos que mi plana tenía y enseñarme el modo de
enmendarlos sólo me dijo que no servía y me mandó castigar.
Esta injusticia me ofendió profundamente no menos que la desigualdad con
que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la
Escuela Real, pues mientras el maestro en un departamento separado
enseñaba con esmero a un número determinado de niños, que se
llamaban decentes, yo y los demás jóvenes pobres como yo estábamos
relegados a otro departamento bajo la dirección de un hombre que se
titulaba ayudante y que era tan poco a propósito para enseñar y de un
carácter tan duro como el maestro.
Disgustado de este pésimo método de enseñanza y no habiendo en
la ciudad otro establecimiento a qué ocurrir, me resolví a separarme
definitivamente de la escuela y a practicar por mí mismo lo poco que
había aprendido para poder expresar mis ideas por medio de la escritura
aunque fuese de mala forma, como lo es la que uso hasta hoy.
Memoria 2010 © Derechos Reservados
(1) Por lo regular, la mayoría de las versiones de Apuntes, escriben “granja” en lugar de
grana. Se refiere a la grana cochinilla, insecto que se cría en las nopaleras y de donde se saca un color rojo (grana) para tintes. Era la industria colonial oaxaqueña más
importante. HCHS.
lunes, 10 de diciembre de 2012
Apuntes para mis hijos
En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la
jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el estado de Oaxaca. Tuve la
desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida
García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres
años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María
Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y
Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi hermana María
Longinos, niña recién nacida pues mi madre murió al darla a luz, quedó a
cargo de mi tía materna Cecilia García. A los pocos años murieron mis
abuelos; mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López del pueblo de
Santa María Yahuiche; mi hermana Rosa casó con José Jiménez del
pueblo de Ixtlán y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez,
porque de mis demás tíos, Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano
Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de
edad.
Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía
de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué, hasta
donde mi tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos
ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y
conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era
sumamente difícil por la gente pobre y muy especialmente para la clase
indígena adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me
indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme. Estas
indicaciones y los ejemplos que se me presentaban de algunos de mis
paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros
que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo
vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba
para tomarme mi lección yo mismo le llevaba la disciplina para que me
castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al
trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada
adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto como el mío,
que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o
nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela, ni
siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia
que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de
Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la
pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a
condición de que los enseñasen a leer y a escribir. Este era el único
medio de educación que se adoptaba generalmente no sólo en mi pueblo
sino en todo el distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en
aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la
ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel distrito. Entonces, más
bien por estos hechos que yo palpaba, que por una reflexión madura de
que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo a la ciudad
podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío para que me
llevase a la capital; pero sea por el cariño que me tenía, o por cualquier
otro motivo, no se resolvía y sólo me daba esperanzas de que alguna vez
me llevaría.
"Apuntes para mis hijos" los escribí de puño y letra en una breve
autobiografía en una libreta de 12 x 17 cm., con propósito ajeno a
su publicación, como lo demuestra el título que le adjudiqué.
Lamentablemente quedó inconclusa, pues sólo relata hechos de mi
vida hasta 1857.
He tratado de recordar la época en que se hicieron estos apuntes
autobiográficos, sin encontrar referencias en mi memoría que me
permita precisar cuándo fueron escritos.
Sin embargo, algunos historiadores afirman que después de 1867, al regreso a
México, Yo inconforme con la biografía de Anastasio Zerecero, escrita con
la mejor buena voluntad, pero con deficiente información, sentí la
necesidad de precisar, algunos hechos de mi vida. Es bastante probable
que este texto lo haya escrito en los últimos años y por ello mi muerte
truncó este relato.
jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el estado de Oaxaca. Tuve la
desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida
García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres
años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María
Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y
Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi hermana María
Longinos, niña recién nacida pues mi madre murió al darla a luz, quedó a
cargo de mi tía materna Cecilia García. A los pocos años murieron mis
abuelos; mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López del pueblo de
Santa María Yahuiche; mi hermana Rosa casó con José Jiménez del
pueblo de Ixtlán y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez,
porque de mis demás tíos, Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano
Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de
edad.
Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía
de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué, hasta
donde mi tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos
ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y
conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era
sumamente difícil por la gente pobre y muy especialmente para la clase
indígena adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me
indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme. Estas
indicaciones y los ejemplos que se me presentaban de algunos de mis
paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros
que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo
vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba
para tomarme mi lección yo mismo le llevaba la disciplina para que me
castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al
trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada
adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto como el mío,
que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o
nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela, ni
siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia
que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de
Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la
pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a
condición de que los enseñasen a leer y a escribir. Este era el único
medio de educación que se adoptaba generalmente no sólo en mi pueblo
sino en todo el distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en
aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la
ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel distrito. Entonces, más
bien por estos hechos que yo palpaba, que por una reflexión madura de
que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo a la ciudad
podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío para que me
llevase a la capital; pero sea por el cariño que me tenía, o por cualquier
otro motivo, no se resolvía y sólo me daba esperanzas de que alguna vez
me llevaría.
"Apuntes para mis hijos" los escribí de puño y letra en una breve
autobiografía en una libreta de 12 x 17 cm., con propósito ajeno a
su publicación, como lo demuestra el título que le adjudiqué.
Lamentablemente quedó inconclusa, pues sólo relata hechos de mi
vida hasta 1857.
He tratado de recordar la época en que se hicieron estos apuntes
autobiográficos, sin encontrar referencias en mi memoría que me
permita precisar cuándo fueron escritos.
Sin embargo, algunos historiadores afirman que después de 1867, al regreso a
México, Yo inconforme con la biografía de Anastasio Zerecero, escrita con
la mejor buena voluntad, pero con deficiente información, sentí la
necesidad de precisar, algunos hechos de mi vida. Es bastante probable
que este texto lo haya escrito en los últimos años y por ello mi muerte
truncó este relato.
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