En el año de 1827 concluí el curso de artes habiendo sostenido en
público dos actos que se me señalaron y sufrido los exámenes de
reglamento con las calificaciones de Excelente nemine discrepante, y con
algunas notas honrosas que me hicieron mis sinodales.
En este mismo año se abrió el curso de teología y pasé a estudiar
este ramo, como parte esencial de la carrera o profesión a que mi padrino
quería destinarme, y acaso fue esta la razón que tuvo para no instarme ya
a que me ordenara prontamente.
En esta época se habían ya realizado grandes acontecimientos en la
Nación. La guerra de independencia iniciada en el pueblo de Dolores en
la noche del 15 de septiembre de 1810 por el venerable cura don Miguel
Hidalgo y Costilla con unos cuantos indígenas armados de escopetas,
lanzas y palos, y conservada en las montañas del Sur por el ilustre
ciudadano Vicente Guerrero, llegó a terminarse con el triunfo definitivo
del ejército independiente, que acaudillado por los generales Iturbide,
Guerrero, Bravo, Bustamante y otros jefes, ocupó la capital del antiguo
virreinato el día 27 de septiembre de 1821. Iturbide, abusando de la
confianza que sólo por amor a la patria le habían dispensado los jefes del
ejército cediéndole el mando, y creyendo que a él solo se debía el triunfo
de la causa nacional, se declaró emperador de México contra la opinión
del partido republicano y con disgusto del partido monarquista que
deseaba sentar en el trono de Moctezuma a un príncipe de la casa de
Borbón, conforme a los Tratados de Córdoba que el mismo Iturbide
había aprobado y que después fueron nulificados por la nación.
De pronto, el silencio de estos partidos, mientras organizaban sus
trabajos y combinaban sus elementos, y el entusiasmo del vulgo, que
raras veces examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre
admira y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario, dieron una
apariencia de aceptación general al nuevo imperio, que en verdad sólo
Iturbide sostenía. Así se explica la casi instantánea sublevación que a los
pocos meses se verificó contra él proclamándose la república y que lo
obligó a abdicar, saliendo enseguida fuera del país. Se convocó desde
luego a los pueblos para que eligieran a sus diputados con poderes
amplios para que constituyeran a la nación sobre las bases de
independencia, libertad y república, que se acababan de proclamar;
hechas las elecciones se reunieron los representantes del pueblo en la
capital de la república, y se abrió el debate sobre la forma de gobierno
que debía adoptarse.
Entretanto el desgraciado Iturbide desembarca en Soto la Marina y es
aprehendido y decapitado como perturbador del orden público,
el Congreso sigue sus deliberaciones.
El partido monárquico-conservador, que cooperó a la caída de Iturbide más por odio
a este jefe que por simpatías al partido republicano, estaba ya organizado
bajo la denominación de el partido escocés, y trabajaba en el Congreso
por la centralización del poder y por la subsistencia de las clases
privilegiadas con todos los abusos y preocupaciones que habían sido el
apoyo y la vida del sistema virreinal. Por el contrario, el partido
republicano quería la forma federal y que en la nueva Constitución se
consignasen los principios de libertad y de progreso que hacían próspera
y feliz a la vecina república de los Estados Unidos del Norte. El debate
fue sostenido con calor y obstinación, no sólo en el Congreso sino en el
público y en la prensa naciente de las provincias, y al fin quedaron
victoriosos los republicanos federalistas en cuanto a la forma de
gobierno, pues se desechó la central y se adoptó la de la república
representativa, popular, federal; pero en el fondo de la cuestión ganaron
los centralistas, porque en la nueva Carta se incrustaron la intolerancia
religiosa, los fueros de las clases privilegiadas, la institución de
comandancias generales y otros contraprincipios que nulificaban la
libertad y la federación que se quería establecer.
Fue la Constitución de 1824 una transacción entre el progreso y
el retroceso, que lejos de ser la base de una paz estable y de una
verdadera libertad para la nación, fue el
semillero fecundo y constante de las convulsiones incesantes que ha
sufrido la república y que sufrirá todavía mientras que la sociedad no
recobre su nivel, haciéndose efectiva la igualdad de derechos y
obligaciones entre todos los ciudadanos y entre todos los hombres que
pisen el territorio nacional, sin privilegios, sin fueros, sin monopolios y
sin odiosas distinciones; mientras que no desaparezcan los tratados que
existen entre México y las potencias extranjeras, tratados que son inútiles
una vez que la suprema ley de la república sea el respeto inviolable y
sagrado de los derechos de los hombres y de los pueblos, sean quienes
fueren, con tal de que respeten los derechos de México, a sus autoridades
y a sus leyes; mientras, finalmente, que en la república no haya más que
una sola y única autoridad: la autoridad civil, del modo que lo determine
la voluntad nacional, sin religión de Estado y desapareciendo los poderes
militares y eclesiásticos, como entidades políticas que la fuerza, la
ambición y el abuso han puesto enfrente del poder supremo de la
sociedad, usurpándole sus fueros y prerrogativas y subalternándolo a sus
caprichos.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1, caítulo 1.
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