Me hallaba yo entonces, a fines de 1834, sustituyendo la
cátedra de derecho canónico en el Instituto y no pudiendo ver con
indiferencia la injusticia que se cometía contra mis infelices clientes, pedí
permiso al director para ausentarme unos días y marché para el pueblo de
Miahuatlán, donde se hallaban los presos, con el objeto de obtener su
libertad. Luego que llegué a dicho pueblo me presenté al juez don
Manuel María Feraud, quien me recibió bien y me permitió hablar con
los presos. Enseguida le supliqué me informase el estado que tenía la
causa de los supuestos reos y del motivo de su prisión, me contestó que
nada podía decirme porque la causa era reservada; le insté que me leyese
el auto de bien preso, que no era reservado y que debía haberme proveído
ya por haber transcurrido el término que la ley exigía para dictarse.
Tampoco accedió a mi pedido, lo que me obligó ya a indicarle que
presentaría un ocurso al día siguiente para que se sirviese darme su
respuesta por escrito a fin de promover después lo que a la defensa de
mis patrocinados conviniere en justicia. El día siguiente presenté mi
ocurso, como lo había ofrecido, pero ya el juez estaba enteramente
cambiado, me recibió con suma seriedad y me exigió el poder con que yo
gestionaba por los reos; y habiendo contestado que siendo abogado
conocido y hablando en defensa de reos pobres no necesitaba yo de poder
en forma, me previno que me abstuviese de hablar y que volviese a la
tarde para rendir mi declaración preparatoria en la causa que me iba a
abrir para juzgarme como vago.
Como el cura estaba ya en el pueblo y el
prefecto obraba por su influencia, temí mayores tropelías y regresé a la
ciudad con la resolución de acusar al juez ante la Corte de Justicia, como
lo hice; pero no se me atendió porque en aquel tribunal estaba también
representado el clero. Quedaban pues cerradas las puertas de la justicia
para aquellos que gemían en la prisión, sin haber cometido ningún delito,
y sólo por haberse quejado por las vejaciones de un cura. Implacable éste
en sus venganzas, como los son generalmente los sectarios de alguna
religión, no se conformó con los triunfos que obtuvo en los tribunales,
sino que quiso perseguirme y humillarme de un modo directo, y para
conseguirlo hizo firmar al juez Feraud un exhorto que remitió al juez de
la capital, para que procediese a mi aprehensión y me remitiera con
segura custodia al pueblo de Miahuatlán, expresando por única causa de
este procedimiento, que estaba yo en el pueblo de Loxicha sublevando a
los vecinos contra las autoridades ¡y estaba yo en la ciudad, distante
cincuenta leguas del pueblo de Loxicha, donde jamás había ido!
El juez de la capital, que obraba también de acuerdo con el cura,
no obstante de que el exhorto no estaba requisitado conforme a las leyes,
pasó a mi casa a la medianoche y me condujo a la cárcel sin darme más
razón que la de que tenía orden de mandarme preso a Miahuatlán.
También fue conducido a la prisión el licenciado don José Inés Sandoval,
a quien los presos habían solicitado para que los defendiese.
Era tan notoria la falsedad del delito que se me imputaba y tan
clara la injusticia que se ejercía contra mí, que creí como cosa segura que
el tribunal superior, a quien ocurrí quejándome de tan infame tropelía, me
mandaría inmediatamente poner en libertad; pero me equivoqué, pues
hasta al cabo de nueve días se me excarceló bajo de fianza, y jamás se dio
curso a mis quejas y acusaciones contra los jueces que me habían
atropellado.
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