Memorias

Apuntes para mis hijos

En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la
jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el estado de Oaxaca. Tuve la
desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida
García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres
años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María
Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y
Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi hermana María
Longinos, niña recién nacida pues mi madre murió al darla a luz, quedó a
cargo de mi tía materna Cecilia García. A los pocos años murieron mis
abuelos; mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López del pueblo de
Santa María Yahuiche; mi hermana Rosa casó con José Jiménez del
pueblo de Ixtlán y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez,
porque de mis demás tíos, Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano
Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de
edad.


Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía
de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué, hasta
donde mi tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos
ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y
conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era
sumamente difícil por la gente pobre y muy especialmente para la clase
indígena adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me
indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme. Estas
indicaciones y los ejemplos que se me presentaban de algunos de mis
paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros
que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo
vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba
para tomarme mi lección yo mismo le llevaba la disciplina para que me
castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al
trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada
adelantaba en mis lecciones.

Además, en un pueblo corto como el mío,
que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o
nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela, ni
siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia
que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de
Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la
pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a
condición de que los enseñasen a leer y a escribir. Este era el único
medio de educación que se adoptaba generalmente no sólo en mi pueblo
sino en todo el distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en
aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la
ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel distrito.

Entonces, más bien por estos hechos que yo palpaba, que por una reflexión
madura de que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo
 a la ciudad podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío
para que me llevase a la capital; pero sea por el cariño que me tenía,
o por cualquier otro motivo, no se resolvía y sólo me daba esperanzas
de que alguna vez me llevaría.

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