En este año entró al ministerio de Hacienda el señor don Miguel
Lerdo de Tejada que presentó al señor Comonfort la ley sobre
desamortización de los bienes que administraba el clero, y aunque esta
ley le dejaba el goce de los productos de dichos bienes, y sólo le quitaba
el trabajo de administrarlos, no se conformó con ella, resistió su
cumplimiento y trabajó en persuadir al pueblo que era herética y atacaba
la religión, lo que de pronto retrajo a muchos de los mismos liberales de
usar de los derechos que la misma ley les concedía para adquirir a censo
redimible los capitales que el clero se negaba a reconocer con las
condiciones que la autoridad le exigía.
Entonces creí de mi deber hacer cumplir la ley no sólo con
medidas del resorte de la autoridad sino con el ejemplo, para alentar a los
que por escrúpulo infundado se retraían de usar del beneficio que les
concedía la ley. Pedí la adjudicación de un capital de tres mil ochocientos
pesos, si mal no recuerdo, que reconocía una casa situada en la calle de
Coronel de la ciudad de Oaxaca. El deseo de hacer efectiva esta reforma
y no la mira de especular me guió para hacer esta operación. Había
capitales de mi consideración en que pude practicarla, pero no era éste mi
objeto.
En 1857 se publicó la Constitución política de la nación y desde
luego me apresuré a ponerla en práctica principalmente en lo relativo a la
organización del estado. Era mi opinión que los estados se constituyesen
sin pérdida de tiempo, porque temía que por algunos principios de
libertad y de progreso que se habían consignado en la Constitución
general estallase o formarse pronto un motín en la capital de la república
que disolviese a los poderes supremos de la nación; era conveniente que
los estados se encontrasen ya organizados para contrariarlo, destruirlo y
restablecer las autoridades legítimas que la Constitución había
establecido. La mayoría de los estados comprendió la necesidad de su
pronta organización y procedió a realizarla conforme a las bases fijadas
en la Carta fundamental de la república. Oaxaca dio su Constitución
particular, que puso en práctica desde luego, y mediante ella fui electo
gobernador constitucional por medio de elección directa que hicieron los
pueblos.
Era costumbre autorizada por ley en aquel estado, lo mismo que en
los demás de la república, que cuando tomaba posesión el gobernador,
éste concurría con todas las demás autoridades al Te Deum que se
cantaba en la Catedral, a cuya puerta principal salían a recibirlo los
canónigos, pero en esta vez ya el clero hacía una guerra abierta a la
autoridad civil, y muy especialmente a mí por la Ley de Administración
de Justicia que expedí en 23 de noviembre de 1855, y consideraba a los
gobernantes como herejes y excomulgados. Los canónigos de Oaxaca
aprovecharon el incidente de mi posesión para promover un escándalo.
Proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no recibirme, con la
siniestra mira de comprometerme a usar de la fuerza mandando abrir las
puertas con la policía armada y a aprehender a los canónigos, para que mi
administración se inaugurase con un acto de violencia o con un motín si
el pueblo, a quien debía presentarse los aprehendidos como mártires,
tomaba parte en su defensa. Los avisos repetidos que tuve de esta trama
que se urdía y el hecho de que la iglesia estaba cerrada, contra lo
acostumbrado en casos semejantes, siendo ya la hora de la asistencia, me
confirmaron la verdad de lo que pasaba. Aunque contaba yo con fuerzas
suficientes para hacerme respetar procediendo contra los sediciosos y la
ley aún vigente sobre ceremonial de posesión de los gobernadores me
autorizaban para obrar de esta manera, resolví, sin embargo, omitir la
asistencia al Te Deum, no por temor a los canónigos, sino por la
convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben
asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica, si bien como
hombres pueden ir a los templos a practicar los actos de devoción que su
religión les dicte.
Los gobiernos civiles no deben tener religión, porque
siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados
tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían
fielmente este deber si fueran sectarios de alguna. Este suceso fue para
mí muy plausible para reformar la mala costumbre que había de que los
gobernantes asistiesen hasta a las procesiones y aun a las profesiones de
monjas, perdiendo el tiempo que debían emplear en trabajos útiles a la
sociedad. Además, consideré que no debiendo ejercer ninguna función
eclesiástica ni gobernar a nombre de la iglesia, sino del pueblo que me
había elegido, mi autoridad quedaba íntegra y perfecta con sólo la
protesta que hice ante los representantes del estado de cumplir fielmente
mi deber. De este modo evité el escándalo que se proyectó y desde
entonces cesó en Oaxaca la mala costumbre de que las autoridades civiles
asistiesen a las funciones eclesiásticas.
A propósito de malas costumbres,
había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de
los gobernantes, como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas
y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial.
Desde que tuve el carácter de gobernador abolí esta costumbre usando de
sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin
guardia de soldados y sin aparato de ninguna especie, porque tengo la
persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de
su recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para
los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernantes de Oaxaca han
seguido mi ejemplo.
Benito Juárez
domingo, 6 de octubre de 2013
domingo, 11 de agosto de 2013
Apuntes para mis hijos XV
La nueva administración en vista de la aceptación general que tuvo
la ley del 23 de noviembre (1855) se vio en la necesidad de sostenerla y llevarla
a efecto. Se me invitó para que siguiera prestando mis servicios yendo a
Oaxaca a restablecer el orden legal subvertido por las autoridades y
guarnición que habían servido en la administración del general Santa
Anna, que para falsear la revolución habían secundado el plan del general
Carrera y que por último se habían pronunciado contra la Ley sobre
Administración de Justicia que yo había publicado. Tanto por el interés
que yo tenía en la subsistencia de esta ley como porque una autoridad
legítima me llamaba a su servicio, acepté sin vacilación el encargo que se
me daba y a fines de diciembre salí de México con una corta fuerza que
se puso a mis órdenes. Al tocar los límites del estado los disidentes
depusieron toda actitud hostil, ofreciendo reconocer mi autoridad.
El día 10 de enero de 1856 llegué a la capital de Oaxaca y desde
luego me encargué del mando que el general don José María García me
entregó sin resistencia de ninguna clase.
Comencé mi administración levantando y organizando la guardia
nacional y disolviendo la tropa permanente que ahí había quedado porque
aquella clase de fuerza, viciada con los repetidos motines en que jefes
ambiciosos y desmoralizados, como el general Santa Anna, la habían
obligado a tomar parte, no daba ninguna garantía de estricta obediencia a
la autoridad y a la ley y su existencia era una constante amenaza a la
libertad y al orden público. Me propuse conservar la paz del estado con
sólo mi autoridad de gobernador para presentar una prueba de bulto de
que no eran necesarias las comandancias generales cuya extinción había
solicitado el estado años atrás, porque la experiencia había demostrado
que eran no sólo inútiles sino perjudiciales. En efecto, un comandante
general con el mando exclusivo de la fuerza armada e independiente de la
autoridad local, era una entidad que nulificaba completamente la
soberanía del estado, porque a los gobernadores no les era posible tener
una fuerza suficiente para hacer cumplir sus resoluciones.
Eran llamados gobernadores de estados libres, soberanos e independientes; tenían sólo
el nombre, siendo en realidad unos pupilos de los comandantes generales.
Esta organización viciosa de la administración pública fue una de las
causas de los motines militares que con tanta frecuencia se repitieron
durante el imperio de la Constitución de 1824.
Sin embargo, como existían aún las leyes que sancionaban
semejante institución y el gobierno del señor Comonfort a pesar de la
facultad que le daba la revolución no se atrevía a derogarlas, dispuso que
en el estado de Oaxaca continuaran y que yo como gobernador me
encargase también de la comandancia general, que acepté sólo porque no
fuese otro jefe a complicar la situación con sus exigencias, pues tenía la
conciencia de que el gobierno del estado, o sea la autoridad civil, podía
despachar y dirigir este ramo como cualesquiera otros de la
administración pública; pero cuidé de recomendar muy especialmente a
los diputados por el estado al Congreso constituyente, que trabajaran con
particular empeño para que en la nueva Constitución de la república
quedasen extinguidas las comandancias generales.
Como en esta época no se había dado todavía la nueva
Constitución, el gobierno del señor Comonfort, conforme al Plan de
Ayutla, ejercía un poder central y omnímodo que toleraban apenas los
pueblos por la esperanza que tenían de que la representación nacional les
devolvería pronto su soberanía por medio de una Constitución basada
sobre los principios democráticos que la última revolución había
proclamado. El espíritu de libertad que reinaba entonces y que se avivaba
con el recuerdo de la opresión reciente del despotismo de Santa Anna,
hacía sumamente difícil la situación del gobierno para cimentar el orden
público porque necesitaba usar de suma prudencia en sus disposiciones
para reprimir las tentativas de los descontentos, sin herir la
susceptibilidad de los estados con medidas que atacasen o restringiesen
demasiado su libertad.
Sin embargo, el señor Comonfort expidió un
Estatuto Orgánico que centralizaba de tal modo la administración pública
que sometía al cuidado inmediato del poder general hasta los ramos de
simple policía de las municipalidades. Esto causó una alarma general en
los estados.
Las autoridades de Oaxaca representaron contra aquella
medida pidiendo que se suspendiesen sus efectos. No se dio una
resolución categórica a la exposición, pero de hecho no rigió en el estado
el Estatuto que se le quería imponer y el gobierno tuvo la prudencia de no
insistir en su cumplimiento.
la ley del 23 de noviembre (1855) se vio en la necesidad de sostenerla y llevarla
a efecto. Se me invitó para que siguiera prestando mis servicios yendo a
Oaxaca a restablecer el orden legal subvertido por las autoridades y
guarnición que habían servido en la administración del general Santa
Anna, que para falsear la revolución habían secundado el plan del general
Carrera y que por último se habían pronunciado contra la Ley sobre
Administración de Justicia que yo había publicado. Tanto por el interés
que yo tenía en la subsistencia de esta ley como porque una autoridad
legítima me llamaba a su servicio, acepté sin vacilación el encargo que se
me daba y a fines de diciembre salí de México con una corta fuerza que
se puso a mis órdenes. Al tocar los límites del estado los disidentes
depusieron toda actitud hostil, ofreciendo reconocer mi autoridad.
El día 10 de enero de 1856 llegué a la capital de Oaxaca y desde
luego me encargué del mando que el general don José María García me
entregó sin resistencia de ninguna clase.
Comencé mi administración levantando y organizando la guardia
nacional y disolviendo la tropa permanente que ahí había quedado porque
aquella clase de fuerza, viciada con los repetidos motines en que jefes
ambiciosos y desmoralizados, como el general Santa Anna, la habían
obligado a tomar parte, no daba ninguna garantía de estricta obediencia a
la autoridad y a la ley y su existencia era una constante amenaza a la
libertad y al orden público. Me propuse conservar la paz del estado con
sólo mi autoridad de gobernador para presentar una prueba de bulto de
que no eran necesarias las comandancias generales cuya extinción había
solicitado el estado años atrás, porque la experiencia había demostrado
que eran no sólo inútiles sino perjudiciales. En efecto, un comandante
general con el mando exclusivo de la fuerza armada e independiente de la
autoridad local, era una entidad que nulificaba completamente la
soberanía del estado, porque a los gobernadores no les era posible tener
una fuerza suficiente para hacer cumplir sus resoluciones.
Eran llamados gobernadores de estados libres, soberanos e independientes; tenían sólo
el nombre, siendo en realidad unos pupilos de los comandantes generales.
Esta organización viciosa de la administración pública fue una de las
causas de los motines militares que con tanta frecuencia se repitieron
durante el imperio de la Constitución de 1824.
Sin embargo, como existían aún las leyes que sancionaban
semejante institución y el gobierno del señor Comonfort a pesar de la
facultad que le daba la revolución no se atrevía a derogarlas, dispuso que
en el estado de Oaxaca continuaran y que yo como gobernador me
encargase también de la comandancia general, que acepté sólo porque no
fuese otro jefe a complicar la situación con sus exigencias, pues tenía la
conciencia de que el gobierno del estado, o sea la autoridad civil, podía
despachar y dirigir este ramo como cualesquiera otros de la
administración pública; pero cuidé de recomendar muy especialmente a
los diputados por el estado al Congreso constituyente, que trabajaran con
particular empeño para que en la nueva Constitución de la república
quedasen extinguidas las comandancias generales.
Como en esta época no se había dado todavía la nueva
Constitución, el gobierno del señor Comonfort, conforme al Plan de
Ayutla, ejercía un poder central y omnímodo que toleraban apenas los
pueblos por la esperanza que tenían de que la representación nacional les
devolvería pronto su soberanía por medio de una Constitución basada
sobre los principios democráticos que la última revolución había
proclamado. El espíritu de libertad que reinaba entonces y que se avivaba
con el recuerdo de la opresión reciente del despotismo de Santa Anna,
hacía sumamente difícil la situación del gobierno para cimentar el orden
público porque necesitaba usar de suma prudencia en sus disposiciones
para reprimir las tentativas de los descontentos, sin herir la
susceptibilidad de los estados con medidas que atacasen o restringiesen
demasiado su libertad.
Sin embargo, el señor Comonfort expidió un
Estatuto Orgánico que centralizaba de tal modo la administración pública
que sometía al cuidado inmediato del poder general hasta los ramos de
simple policía de las municipalidades. Esto causó una alarma general en
los estados.
Las autoridades de Oaxaca representaron contra aquella
medida pidiendo que se suspendiesen sus efectos. No se dio una
resolución categórica a la exposición, pero de hecho no rigió en el estado
el Estatuto que se le quería imponer y el gobierno tuvo la prudencia de no
insistir en su cumplimiento.
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Ley General sobre Administración de Justicia. noviembre 1855,
Oaxaca
domingo, 16 de junio de 2013
Apuntes para mis hijos XIV
Triunfante la revolución (La Revolución de Ayutla), era preciso hacer
efectivas las promesas reformando las leyes que consagraban los abusos
del poder despótico que acababa de desaparecer (el gobierno de Santa Anna).
Las leyes anteriores sobre administración de justicia adolecían de ese
defecto, porque establecían tribunales especiales
para las clases privilegiadas haciendo permanente en la sociedad la
desigualdad que ofendía la justicia, manteniendo en constante agitación
al cuerpo social. No sólo en este ramo, sino en todos los que formaban la
administración pública debía ponerse la mano porque la revolución era
social. Se necesitaba un trabajo más extenso para que la obra saliese
perfecta en lo posible y para ello era indispensable proponer, discutir y
acordar en el seno del gabinete un plan general, lo que no era posible
porque desde la separación del señor Ocampo estaba incompleto el
gabinete y el señor Comonfort, a quien se consideraba como jefe de él,
no estaba conforme con las tendencias y fines de la revolución. Además,
la administración del señor Álvarez era combatida tenazmente
poniéndosele obstáculos de toda especie para desconceptuarla y obligar a
su jefe a abandonar el poder.
Era, pues, muy difícil hacer algo útil en semejantes circunstancias y ésta
es la causa de que las reformas que consigné en la ley de justicia fueran
incompletas, limitándome sólo a extinguir el fuero eclesiástico en el
ramo civil y dejándolo subsistente en materia criminal, a reserva de
dictar más adelante la medida conveniente sobre este particular.
A los militares sólo se les dejó el fuero en los delitos y faltas puramente militares.
Extinguí igualmente todos los demás tribunales especiales, devolviendo
a los comunes el conocimiento de los negocios de que aquellos estaban
encargados.
Concluido mi proyecto de ley, en cuyo trabajo me auxiliaron los
jóvenes oaxaqueños licenciados Manuel Dublán y don Ignacio Mariscal,
lo presenté al señor presidente don Juan Álvarez, que le dio su
aprobación y mandó que se publicara como Ley General sobre
Administración de Justicia. Autorizada por mí se publicó en 23 de
noviembre de 1855.
Imperfecta como era esta ley, se recibió con grande entusiasmo por
el partido progresista; fue la chispa que produjo el incendio de la reforma
que más adelante consumió el carcomido edificio de los abusos y
preocupaciones; fue, en fin, el cartel de desafío que se arrojó a las clases
privilegiadas y que el general Comonfort y todos los demás, que por falta
de convicciones en los principios de la revolución, o por conveniencias
personales, querían detener el curso de aquella transigiendo con las
exigencias del pasado, fueron obligados a sostener arrastrados a su pesar
por el brazo omnipotente de la opinión pública.
Sin embargo, los privilegiados redoblaron sus trabajos para separar
del mando al general Álvarez con la esperanza de que don Ignacio
Comonfort los ampararía en sus pretensiones. Lograron atraerse a don
Manuel Doblado que se pronunció en Guanajuato por el antiguo plan de
Religión y Fueros. Los moderados, en vez de unirse al gobierno para
destruir al nuevo cabecilla de los retrógrados, le hicieron entender al
señor Álvarez que él era la causa de aquel motín porque la opinión
pública lo rechazaba como gobernante, y como el ministro de la Guerra
que debería haber sido su principal apoyo le hablaba también en ese
sentido, tomó la patriótica resolución de entregar el mando al citado don
Ignacio Comonfort en clase de sustituto, no obstante de que contaba aún
con una fuerte división con qué sostenerse en el poder; pero el señor
Álvarez [era] patriota sincero y desinteresado y no quiso que por su causa
se encendiese otra vez la guerra civil en su patria.
Luego que terminó la administración del señor Álvarez con la
separación de este jefe y con la renuncia de los que éramos sus ministros,
el nuevo presidente organizó su gabinete, nombrando para sus ministros,
como era natural a personas del círculo moderado.
En honor de la verdad y de la justicia, debe decirse que en este
círculo había no pocos hombres que sólo por sus simpatías al
general Comonfort, o porque creían de buena fe que este jefe era capaz
de hacer el bien a su país, estaban unidos a él y eran calificados como
moderados, pero en realidad eran partidarios decididos de la
revolución progresista, de lo que han dado pruebas
irrefragables después defendiendo con inteligencia y valor los principios
más avanzados del progreso y de la libertad; así como también había
muchos que aparecían en el partido liberal como los más acérrimos
defensores de los principios de la revolución, pero que después han
cometido las más vergonzosas defecciones pasándose a las filas de los
retrógrados y de los traidores a la patria. Es que unos y otros estaban mal
definidos y se habían equivocado en la elección de sus puestos.
"Apuntes para mis Hijos" Tomo 1 Capitulo 1.
efectivas las promesas reformando las leyes que consagraban los abusos
del poder despótico que acababa de desaparecer (el gobierno de Santa Anna).
Las leyes anteriores sobre administración de justicia adolecían de ese
defecto, porque establecían tribunales especiales
para las clases privilegiadas haciendo permanente en la sociedad la
desigualdad que ofendía la justicia, manteniendo en constante agitación
al cuerpo social. No sólo en este ramo, sino en todos los que formaban la
administración pública debía ponerse la mano porque la revolución era
social. Se necesitaba un trabajo más extenso para que la obra saliese
perfecta en lo posible y para ello era indispensable proponer, discutir y
acordar en el seno del gabinete un plan general, lo que no era posible
porque desde la separación del señor Ocampo estaba incompleto el
gabinete y el señor Comonfort, a quien se consideraba como jefe de él,
no estaba conforme con las tendencias y fines de la revolución. Además,
la administración del señor Álvarez era combatida tenazmente
poniéndosele obstáculos de toda especie para desconceptuarla y obligar a
su jefe a abandonar el poder.
Era, pues, muy difícil hacer algo útil en semejantes circunstancias y ésta
es la causa de que las reformas que consigné en la ley de justicia fueran
incompletas, limitándome sólo a extinguir el fuero eclesiástico en el
ramo civil y dejándolo subsistente en materia criminal, a reserva de
dictar más adelante la medida conveniente sobre este particular.
A los militares sólo se les dejó el fuero en los delitos y faltas puramente militares.
Extinguí igualmente todos los demás tribunales especiales, devolviendo
a los comunes el conocimiento de los negocios de que aquellos estaban
encargados.
Concluido mi proyecto de ley, en cuyo trabajo me auxiliaron los
jóvenes oaxaqueños licenciados Manuel Dublán y don Ignacio Mariscal,
lo presenté al señor presidente don Juan Álvarez, que le dio su
aprobación y mandó que se publicara como Ley General sobre
Administración de Justicia. Autorizada por mí se publicó en 23 de
noviembre de 1855.
Imperfecta como era esta ley, se recibió con grande entusiasmo por
el partido progresista; fue la chispa que produjo el incendio de la reforma
que más adelante consumió el carcomido edificio de los abusos y
preocupaciones; fue, en fin, el cartel de desafío que se arrojó a las clases
privilegiadas y que el general Comonfort y todos los demás, que por falta
de convicciones en los principios de la revolución, o por conveniencias
personales, querían detener el curso de aquella transigiendo con las
exigencias del pasado, fueron obligados a sostener arrastrados a su pesar
por el brazo omnipotente de la opinión pública.
Sin embargo, los privilegiados redoblaron sus trabajos para separar
del mando al general Álvarez con la esperanza de que don Ignacio
Comonfort los ampararía en sus pretensiones. Lograron atraerse a don
Manuel Doblado que se pronunció en Guanajuato por el antiguo plan de
Religión y Fueros. Los moderados, en vez de unirse al gobierno para
destruir al nuevo cabecilla de los retrógrados, le hicieron entender al
señor Álvarez que él era la causa de aquel motín porque la opinión
pública lo rechazaba como gobernante, y como el ministro de la Guerra
que debería haber sido su principal apoyo le hablaba también en ese
sentido, tomó la patriótica resolución de entregar el mando al citado don
Ignacio Comonfort en clase de sustituto, no obstante de que contaba aún
con una fuerte división con qué sostenerse en el poder; pero el señor
Álvarez [era] patriota sincero y desinteresado y no quiso que por su causa
se encendiese otra vez la guerra civil en su patria.
Luego que terminó la administración del señor Álvarez con la
separación de este jefe y con la renuncia de los que éramos sus ministros,
el nuevo presidente organizó su gabinete, nombrando para sus ministros,
como era natural a personas del círculo moderado.
En honor de la verdad y de la justicia, debe decirse que en este
círculo había no pocos hombres que sólo por sus simpatías al
general Comonfort, o porque creían de buena fe que este jefe era capaz
de hacer el bien a su país, estaban unidos a él y eran calificados como
moderados, pero en realidad eran partidarios decididos de la
revolución progresista, de lo que han dado pruebas
irrefragables después defendiendo con inteligencia y valor los principios
más avanzados del progreso y de la libertad; así como también había
muchos que aparecían en el partido liberal como los más acérrimos
defensores de los principios de la revolución, pero que después han
cometido las más vergonzosas defecciones pasándose a las filas de los
retrógrados y de los traidores a la patria. Es que unos y otros estaban mal
definidos y se habían equivocado en la elección de sus puestos.
"Apuntes para mis Hijos" Tomo 1 Capitulo 1.
Don Ignacio Comonfort |
domingo, 28 de abril de 2013
Apuntes para mis hijos XIII
Continuó su marcha el señor Álvarez para Iguala, donde expidió
un manifiesto a la nación y comenzó a poner en práctica las prevenciones
del plan de la revolución, a cuyo efecto nombró un consejo compuesto de
un representante por cada uno de los estados de la república. Yo fui
nombrado representante por el estado de Oaxaca. Este consejo se instaló
en Cuernavaca y procedió desde luego a elegir presidente de la república,
resultando electo por mayoría de sufragios el ciudadano general Juan
Álvarez, quien tomó posesión inmediatamente de su encargo. Enseguida
formó su gabinete, nombrando para ministro de Relaciones Interiores y
Exteriores al ciudadano Melchor Ocampo, para ministro de Guerra al
ciudadano Ignacio Comonfort, para ministro de Hacienda al ciudadano
Guillermo Prieto y para ministro de Justicia e Instrucción Pública a mí.
Inmediatamente se expidió la convocatoria para la elección de diputados
que constituyeran a la nación. Como el pensamiento de la revolución era
constituir al país sobre las bases sólidas de libertad e igualdad y
restablecer la independencia del poder civil, se juzgó indispensable
excluir al clero de la representación nacional, porque una dolorosa
experiencia había demostrado que los clérigos, por ignorancia o por
malicia, se creían en los congresos representantes sólo de su clase y
contrariaban toda medida que tendiese a corregir sus abusos y a favorecer
los derechos del común de los mexicanos. En aquellas circunstancias era
preciso privar al clero del voto pasivo, adoptándose este contraprincipio
en bien de la sociedad, a condición de que una vez que se diese la
Constitución y quedase sancionada la reforma, los clérigos quedasen
expeditos al igual de los demás ciudadanos para disfrutar del voto pasivo
en las elecciones populares.
El general Comonfort no participaba de esta opinión porque temía
mucho a las clases privilegiadas y retrógradas. Manifestó sumo disgusto
porque en el consejo formado en Iguala no se hubiera nombrado algún
eclesiástico, aventurándose alguna vez a decir que sería conveniente que
el consejo se compusiese en su mitad de eclesiásticos y de las demás
clases la otra mitad. Quería también que continuaran colocados en el
ejército los generales, jefes y oficiales que hasta última hora habían
servido a la tiranía que acababa de caer. De aquí resultaba grande
entorpecimiento en el despacho del gabinete, en momentos que era
preciso obrar con actividad y energía para reorganizar la administración
pública, porque no había acuerdo sobre el programa que debía seguirse.
Esto disgustó al señor Ocampo que se resolvió a presentar su dimisión,
que le fue admitida. El señor Prieto y yo manifestamos también nuestra
determinación de separarnos, pero a instancias del señor presidente y por
la consideración de que en aquellos momentos era muy difícil la
formación de un nuevo gabinete, nos resolvimos a continuar. Lo que más
me decidió a seguir en el ministerio fue la esperanza que tenía de poder
aprovechar una oportunidad para iniciar alguna de tantas reformas que
necesitaba la sociedad para mejorar su condición, utilizando así los
sacrificios que habían hecho los pueblos para destruir la tiranía que los
oprimía.
En aquellos días recibí una comunicación de las autoridades de
Oaxaca en que se me participaba el nombramiento que don Martín
Carrera había hecho en mí de gobernador de aquel estado, y se me
invitaba para que marchara a recibirme del mando; mas como el general
Carrera carecía de misión legítima para hacer este nombramiento,
contesté que no podía aceptarlo mientras no fuese hecho por autoridad
competente. Se trasladó el gobierno unos días a la ciudad de Tlalpan y después
a la capital, donde quedó instalado definitivamente.
El señor Álvarez fue bien recibido por el pueblo y por las personas
notables que estaban filiadas en el partido progresista, pero las clases
privilegiadas, los conservadores y el círculo de los moderados que los
odiaban, porque no pertenecía a la clase alta de la sociedad, como ellos
decían, y porque rígido republicano y hombre honrado no transigía con
sus vicios y con sus abusos, comenzaron desde luego a hacerle una
guerra sistemática y obstinada, criticándole hasta sus costumbres
privadas y sencillas en anécdotas ridículas e indecentes para
desconceptuarlo. El hecho que voy a referir dará a conocer la clase de
intriga que se puso en juego en aquellos días para desprestigiar al señor
Álvarez.
Una compañía dramática le dedicó una función en el Teatro
Nacional. Sus enemigos recurrieron al arbitrio pueril y peregrino de
coligarse para no concurrir a la función y aun comprometieron algunas
familias de las llamadas decentes para que no asistieran. Como los
moderados querían apoderarse de la situación y no tenían otro hombre
más a propósito por su debilidad de carácter para satisfacer sus
pretensiones que el general Comonfort, se rodearon de él halagando su
amor propio y su ambición con hacerle entender que era el único digno
de ejercer el mando supremo por los méritos que había contraído en la
revolución y porque era bien recibido por las clases altas de la sociedad.
Aquel hombre poco cauto cayó en la red, entrando hasta en las pequeñas
intrigas que se fraguaron contra su protector el general Álvarez, a quien
no quiso acompañar en la función de teatro referida. He creído
conveniente entrar en estos pormenores porque sirven para explicar la
corta duración del señor Álvarez en la presidencia y la manera casi
intempestiva de su abdicación.
Mientras llegaban los sucesos que debían precipitar la retirada del
señor Álvarez y la elevación del señor Comonfort a la presidencia de la
república, yo me ocupé en trabajar la Ley de Administración de Justicia.
un manifiesto a la nación y comenzó a poner en práctica las prevenciones
del plan de la revolución, a cuyo efecto nombró un consejo compuesto de
un representante por cada uno de los estados de la república. Yo fui
nombrado representante por el estado de Oaxaca. Este consejo se instaló
en Cuernavaca y procedió desde luego a elegir presidente de la república,
resultando electo por mayoría de sufragios el ciudadano general Juan
Álvarez, quien tomó posesión inmediatamente de su encargo. Enseguida
formó su gabinete, nombrando para ministro de Relaciones Interiores y
Exteriores al ciudadano Melchor Ocampo, para ministro de Guerra al
ciudadano Ignacio Comonfort, para ministro de Hacienda al ciudadano
Guillermo Prieto y para ministro de Justicia e Instrucción Pública a mí.
Inmediatamente se expidió la convocatoria para la elección de diputados
que constituyeran a la nación. Como el pensamiento de la revolución era
constituir al país sobre las bases sólidas de libertad e igualdad y
restablecer la independencia del poder civil, se juzgó indispensable
excluir al clero de la representación nacional, porque una dolorosa
experiencia había demostrado que los clérigos, por ignorancia o por
malicia, se creían en los congresos representantes sólo de su clase y
contrariaban toda medida que tendiese a corregir sus abusos y a favorecer
los derechos del común de los mexicanos. En aquellas circunstancias era
preciso privar al clero del voto pasivo, adoptándose este contraprincipio
en bien de la sociedad, a condición de que una vez que se diese la
Constitución y quedase sancionada la reforma, los clérigos quedasen
expeditos al igual de los demás ciudadanos para disfrutar del voto pasivo
en las elecciones populares.
El general Comonfort no participaba de esta opinión porque temía
mucho a las clases privilegiadas y retrógradas. Manifestó sumo disgusto
porque en el consejo formado en Iguala no se hubiera nombrado algún
eclesiástico, aventurándose alguna vez a decir que sería conveniente que
el consejo se compusiese en su mitad de eclesiásticos y de las demás
clases la otra mitad. Quería también que continuaran colocados en el
ejército los generales, jefes y oficiales que hasta última hora habían
servido a la tiranía que acababa de caer. De aquí resultaba grande
entorpecimiento en el despacho del gabinete, en momentos que era
preciso obrar con actividad y energía para reorganizar la administración
pública, porque no había acuerdo sobre el programa que debía seguirse.
Esto disgustó al señor Ocampo que se resolvió a presentar su dimisión,
que le fue admitida. El señor Prieto y yo manifestamos también nuestra
determinación de separarnos, pero a instancias del señor presidente y por
la consideración de que en aquellos momentos era muy difícil la
formación de un nuevo gabinete, nos resolvimos a continuar. Lo que más
me decidió a seguir en el ministerio fue la esperanza que tenía de poder
aprovechar una oportunidad para iniciar alguna de tantas reformas que
necesitaba la sociedad para mejorar su condición, utilizando así los
sacrificios que habían hecho los pueblos para destruir la tiranía que los
oprimía.
En aquellos días recibí una comunicación de las autoridades de
Oaxaca en que se me participaba el nombramiento que don Martín
Carrera había hecho en mí de gobernador de aquel estado, y se me
invitaba para que marchara a recibirme del mando; mas como el general
Carrera carecía de misión legítima para hacer este nombramiento,
contesté que no podía aceptarlo mientras no fuese hecho por autoridad
competente. Se trasladó el gobierno unos días a la ciudad de Tlalpan y después
a la capital, donde quedó instalado definitivamente.
El señor Álvarez fue bien recibido por el pueblo y por las personas
notables que estaban filiadas en el partido progresista, pero las clases
privilegiadas, los conservadores y el círculo de los moderados que los
odiaban, porque no pertenecía a la clase alta de la sociedad, como ellos
decían, y porque rígido republicano y hombre honrado no transigía con
sus vicios y con sus abusos, comenzaron desde luego a hacerle una
guerra sistemática y obstinada, criticándole hasta sus costumbres
privadas y sencillas en anécdotas ridículas e indecentes para
desconceptuarlo. El hecho que voy a referir dará a conocer la clase de
intriga que se puso en juego en aquellos días para desprestigiar al señor
Álvarez.
Una compañía dramática le dedicó una función en el Teatro
Nacional. Sus enemigos recurrieron al arbitrio pueril y peregrino de
coligarse para no concurrir a la función y aun comprometieron algunas
familias de las llamadas decentes para que no asistieran. Como los
moderados querían apoderarse de la situación y no tenían otro hombre
más a propósito por su debilidad de carácter para satisfacer sus
pretensiones que el general Comonfort, se rodearon de él halagando su
amor propio y su ambición con hacerle entender que era el único digno
de ejercer el mando supremo por los méritos que había contraído en la
revolución y porque era bien recibido por las clases altas de la sociedad.
Aquel hombre poco cauto cayó en la red, entrando hasta en las pequeñas
intrigas que se fraguaron contra su protector el general Álvarez, a quien
no quiso acompañar en la función de teatro referida. He creído
conveniente entrar en estos pormenores porque sirven para explicar la
corta duración del señor Álvarez en la presidencia y la manera casi
intempestiva de su abdicación.
Mientras llegaban los sucesos que debían precipitar la retirada del
señor Álvarez y la elevación del señor Comonfort a la presidencia de la
república, yo me ocupé en trabajar la Ley de Administración de Justicia.
domingo, 14 de abril de 2013
Apuntes para mis hijos XII (parte 2)
El día 9 llegué a La Habana, donde por permiso que obtuve del
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.
Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855, en que salí para
Acapulco a prestar mis servicios en la campaña que los generales don
Juan Álvarez y don Ignacio Comonfort dirigían contra el poder tiránico
de don Antonio López de Santa Anna. Hice el viaje por La Habana y el
istmo de Panamá y llegué al puerto de Acapulco a fines del mes de julio.
Lo que me determinó a tomar esta resolución fue la orden que dio Santa
Anna de que los desterrados no podrían volver a la república sin prestar
previamente la protesta de sumisión y obediencia al poder tiránico que
ejercía en el país.
Luego que esta orden llegó a mi noticia, hablé a varios de mis compañeros
de destierro y dirigí a los que se hallaban fuera de la ciudad una carta
que debe existir entre mis papeles en borrador, invitándolos para que
volviéramos a la patria, no mediante la condición humillante que se nos
imponía, sino a tomar parte en la revolución que ya se operaba contra
el tirano para establecer un gobierno que hiciera feliz a
la nación por los medios de la justicia, la libertad y la igualdad.
Obtuve el acuerdo de ellos, habiendo sido los principales don Guadalupe
Montenegro, don José Dolores Zetina, don Manuel Cepeda Peraza, don
Esteban Calderón, don Melchor Ocampo, don Ponciano Arriaga y don
José María Mata. Todos se fueron para la frontera de Tamaulipas y yo
marché para Acapulco.
Me hallaba yo en este punto cuando en el mes de agosto llegó la
noticia de que Santa Anna había abandonado el poder yéndose fuera de la
república, y que en la capital se había secundado el Plan de Ayutla
encargándose de la presidencia el general don Martín Carrera.
El entusiasmo que causó esta noticia no daba lugar a la reflexión. Se tenía a
la vista el acta del pronunciamiento y no se cuidaba de examinar sus
términos ni los antecedentes de sus autores para conocer sus tendencias,
sus fines y las consecuencias de su plan. No se trataba más que de
solemnizar el suceso, aprobarlo y reproducir por la prensa el plan
proclamado escribiéndose un artículo que lo encomiase. El redactor del
periódico que ahí se publicaba se encargó de este trabajo. Sin embargo,
yo llamé la atención del señor don Diego Álvarez manifestándole que si
debía celebrarse la fuga de Santa Anna como un hecho que desconcertaba
a los opresores, facilitándose así el triunfo de la revolución, de ninguna
manera debía aprobarse el plan proclamado en México ni reconocerse al
presidente que se había nombrado porque el Plan de Ayutla no autorizaba
a la junta que se formó en la capital para nombrar presidente de la
república, y porque siendo los autores del movimiento los mismos
generales y personas que pocas horas antes servían a Santa Anna
persiguiendo a los sostenedores del Plan de Ayutla, era claro que
viéndose perdidos por la fuga de su jefe se habían resuelto a entrar en la
revolución para falsearla, salvar sus empleos y conseguir la impunidad de
sus crímenes, aprovechándose así de los sacrificios de los patriotas que
se habían lanzado a la lucha para librar a su patria de la tiranía cléricomilitar
que encabezaba don Antonio López de Santa Anna.
El señor don Diego Álvarez estuvo enteramente de acuerdo con mi opinión
y con su anuencia pasé a la imprenta en la madrugada del día siguiente
a revisar el artículo que ya se estaba imprimiendo y en que se
encomiaba como legitimo el plan de la capital.
El señor general don Juan Álvarez que se hallaba en Texca donde
tenía su cuartel general, conoció perfectamente la tendencia del
movimiento de México, desaprobó el plan luego que lo vio y dio sus
órdenes para reunir sus fuerzas a fin de marchar a la capital a consumar la
revolución que él mismo había iniciado.
A los pocos días llegó a Texca don Ignacio Campuzano,
comisionado de don Martín Carrera, con el objeto de persuadir al señor
Álvarez de la legitimidad de la presidencia de Carrera y de la
conveniencia de que lo reconocieran todos los jefes de la revolución con
sus fuerzas. En la junta que se reunió para oír al comisionado y a que yo
asistí por favor del señor Álvarez, se combatió de una manera razonada y
enérgica la pretensión de Campuzano, en términos de que él mismo se
convenció de la impertinencia de su misión y ya no volvió a dar cuenta
del resultado de ella a su comitente.
Enseguida marchó el general Álvarez con sus tropas en dirección a México.
En Chilpancingo se presentaron otros dos comisionados de don
Martín Carrera con el mismo objeto que Campuzano, trayendo algunas
comunicaciones del general Carrera.
Se les oyó también en una junta a que yo asistí, y como eran
patriotas de buena fe quedaron igualmente convencidos de que era
insostenible la presidencia de Carrera por haberse establecido contra el
voto nacional, contrariándose el tenor expreso del plan político y social
de la revolución. A moción mía se acordó que en carta particular se
dijese al general Carrera que no insistiese en su pretensión de retener el
mando para cuyo ejercicio carecía de títulos legítimos como se lo
manifestarían sus comisionados.
Regresaron éstos con la carta y don Martín Carrera tuvo el buen juicio
de retirarse a la vida privada, quedando de comandante militar de la
ciudad de México uno de los generales que firmaron el acta del
pronunciamiento de la capital pocos días después de la fuga del
general Santa Anna.
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.
Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855, en que salí para
Acapulco a prestar mis servicios en la campaña que los generales don
Juan Álvarez y don Ignacio Comonfort dirigían contra el poder tiránico
de don Antonio López de Santa Anna. Hice el viaje por La Habana y el
istmo de Panamá y llegué al puerto de Acapulco a fines del mes de julio.
Lo que me determinó a tomar esta resolución fue la orden que dio Santa
Anna de que los desterrados no podrían volver a la república sin prestar
previamente la protesta de sumisión y obediencia al poder tiránico que
ejercía en el país.
Luego que esta orden llegó a mi noticia, hablé a varios de mis compañeros
de destierro y dirigí a los que se hallaban fuera de la ciudad una carta
que debe existir entre mis papeles en borrador, invitándolos para que
volviéramos a la patria, no mediante la condición humillante que se nos
imponía, sino a tomar parte en la revolución que ya se operaba contra
el tirano para establecer un gobierno que hiciera feliz a
la nación por los medios de la justicia, la libertad y la igualdad.
Obtuve el acuerdo de ellos, habiendo sido los principales don Guadalupe
Montenegro, don José Dolores Zetina, don Manuel Cepeda Peraza, don
Esteban Calderón, don Melchor Ocampo, don Ponciano Arriaga y don
José María Mata. Todos se fueron para la frontera de Tamaulipas y yo
marché para Acapulco.
Me hallaba yo en este punto cuando en el mes de agosto llegó la
noticia de que Santa Anna había abandonado el poder yéndose fuera de la
república, y que en la capital se había secundado el Plan de Ayutla
encargándose de la presidencia el general don Martín Carrera.
El entusiasmo que causó esta noticia no daba lugar a la reflexión. Se tenía a
la vista el acta del pronunciamiento y no se cuidaba de examinar sus
términos ni los antecedentes de sus autores para conocer sus tendencias,
sus fines y las consecuencias de su plan. No se trataba más que de
solemnizar el suceso, aprobarlo y reproducir por la prensa el plan
proclamado escribiéndose un artículo que lo encomiase. El redactor del
periódico que ahí se publicaba se encargó de este trabajo. Sin embargo,
yo llamé la atención del señor don Diego Álvarez manifestándole que si
debía celebrarse la fuga de Santa Anna como un hecho que desconcertaba
a los opresores, facilitándose así el triunfo de la revolución, de ninguna
manera debía aprobarse el plan proclamado en México ni reconocerse al
presidente que se había nombrado porque el Plan de Ayutla no autorizaba
a la junta que se formó en la capital para nombrar presidente de la
república, y porque siendo los autores del movimiento los mismos
generales y personas que pocas horas antes servían a Santa Anna
persiguiendo a los sostenedores del Plan de Ayutla, era claro que
viéndose perdidos por la fuga de su jefe se habían resuelto a entrar en la
revolución para falsearla, salvar sus empleos y conseguir la impunidad de
sus crímenes, aprovechándose así de los sacrificios de los patriotas que
se habían lanzado a la lucha para librar a su patria de la tiranía cléricomilitar
que encabezaba don Antonio López de Santa Anna.
El señor don Diego Álvarez estuvo enteramente de acuerdo con mi opinión
y con su anuencia pasé a la imprenta en la madrugada del día siguiente
a revisar el artículo que ya se estaba imprimiendo y en que se
encomiaba como legitimo el plan de la capital.
El señor general don Juan Álvarez que se hallaba en Texca donde
tenía su cuartel general, conoció perfectamente la tendencia del
movimiento de México, desaprobó el plan luego que lo vio y dio sus
órdenes para reunir sus fuerzas a fin de marchar a la capital a consumar la
revolución que él mismo había iniciado.
A los pocos días llegó a Texca don Ignacio Campuzano,
comisionado de don Martín Carrera, con el objeto de persuadir al señor
Álvarez de la legitimidad de la presidencia de Carrera y de la
conveniencia de que lo reconocieran todos los jefes de la revolución con
sus fuerzas. En la junta que se reunió para oír al comisionado y a que yo
asistí por favor del señor Álvarez, se combatió de una manera razonada y
enérgica la pretensión de Campuzano, en términos de que él mismo se
convenció de la impertinencia de su misión y ya no volvió a dar cuenta
del resultado de ella a su comitente.
Enseguida marchó el general Álvarez con sus tropas en dirección a México.
En Chilpancingo se presentaron otros dos comisionados de don
Martín Carrera con el mismo objeto que Campuzano, trayendo algunas
comunicaciones del general Carrera.
Se les oyó también en una junta a que yo asistí, y como eran
patriotas de buena fe quedaron igualmente convencidos de que era
insostenible la presidencia de Carrera por haberse establecido contra el
voto nacional, contrariándose el tenor expreso del plan político y social
de la revolución. A moción mía se acordó que en carta particular se
dijese al general Carrera que no insistiese en su pretensión de retener el
mando para cuyo ejercicio carecía de títulos legítimos como se lo
manifestarían sus comisionados.
Regresaron éstos con la carta y don Martín Carrera tuvo el buen juicio
de retirarse a la vida privada, quedando de comandante militar de la
ciudad de México uno de los generales que firmaron el acta del
pronunciamiento de la capital pocos días después de la fuga del
general Santa Anna.
domingo, 24 de marzo de 2013
Apuntes para mis hijos XII
El día 25 de mayo de 1853 volví al pueblo de Ixtlán, a donde fui a
promover una diligencia judicial en ejercicio de mi profesión. El día 27
del mismo mes fui a la villa de Etla, distante cuatro leguas de la ciudad, a
producir una información de testigos a favor del pueblo de Tecocuilco, y
estando en esta operación, como a las doce del día, llegó un piquete de
tropa armada a aprehenderme y a las dos horas se me entregó mi
pasaporte con la orden en que se me confinaba a la villa de Jalapa del
estado de Veracruz. El día 28 salí escoltado por una fuerza de caballería
con don Manuel Ruiz y don Francisco Rincón que iban igualmente
confinados a otros puntos fuera del estado.
El día 4 de junio llegué a Tehuacán en donde se retiró la escolta. Desde ahí dirigí una
representación contra la orden injusta que en mi contra se dictó. El día 25
llegué a Jalapa, punto final de mi destino. En esta villa permanecí 75
días, pero el gobierno del general Santa Anna no me perdió de vista ni
me dejó vivir en paz, pues a los pocos días de mi llegada, allí recibí una
orden para ir a Jonacatepec del estado de México, dándose por motivo de
esta variación el que yo había ido a Jalapa desobedeciendo la orden del
gobierno que me destinaba al citado Jonacatepec. Sólo era esto un
pretexto para mortificarme porque el pasaporte y orden que se me
entregaron en Oaxaca decían terminantemente que Jalapa era el punto de
mi confinamiento. Lo representé así y no tuve contestación alguna. Se
hacía conmigo lo que el lobo de la fábula hacía con el cordero cuando le
decía que le enturbiaba su agua. Ya me disponía a marchar para
Jonacatepec cuando recibí otra orden para ir al castillo de Perote. Aún no
había salido de Jalapa para este último punto cuando se me previno que
fuera a Huamantla del estado de Puebla, para donde emprendí mi marcha
el día 12 de septiembre, pero tuve necesidad de pasar a Puebla para
conseguir algunos recursos con qué poder subsistir en Huamantla, donde
no me era fácil adquirirlos. Logrado mi objeto dispuse mi viaje para el
día 19, mas a las diez de la noche de la víspera de mi marcha fui
aprehendido por don José Santa Anna, hijo de don Antonio, y conducido
al cuartel de San José donde permanecí incomunicado hasta el día
siguiente que se me sacó escoltado e incomunicado para el castillo de
San Juan de Ulúa, donde llegué el día 29.
El capitán don José Isasi fue el comandante de la escolta que
me condujo desde Puebla hasta Veracruz.
Seguí incomunicado en el castillo hasta el día 5 de octubre a las once de
la mañana en que el gobernador del castillo, don Joaquín Rodal, me
intimó la orden del destierro para Europa entregándome el pasaporte
respectivo.
Me hallaba yo enfermo en esta vez y le contesté al gobernador que
cumpliría la orden que se me comunicaba luego que
estuviese aliviado; pero se manifestó inexorable diciéndome que tenía
orden de hacerme embarcar en el paquete inglés Avon que debía salir del
puerto a las dos de la tarde de aquel mismo día, y sin esperar otra
respuesta él mismo recogió mi equipaje y me condujo al buque. Hasta
entonces cesó la incomunicación en que había yo estado desde la noche
del 12 de septiembre.
El día 9 llegué a La Habana, donde por permiso que obtuve del
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.
Iconografía Alberto Beltran.
"Apuntes para mis hijos". Tomo I capítulo 1.
promover una diligencia judicial en ejercicio de mi profesión. El día 27
del mismo mes fui a la villa de Etla, distante cuatro leguas de la ciudad, a
producir una información de testigos a favor del pueblo de Tecocuilco, y
estando en esta operación, como a las doce del día, llegó un piquete de
tropa armada a aprehenderme y a las dos horas se me entregó mi
pasaporte con la orden en que se me confinaba a la villa de Jalapa del
estado de Veracruz. El día 28 salí escoltado por una fuerza de caballería
con don Manuel Ruiz y don Francisco Rincón que iban igualmente
confinados a otros puntos fuera del estado.
El día 4 de junio llegué a Tehuacán en donde se retiró la escolta. Desde ahí dirigí una
representación contra la orden injusta que en mi contra se dictó. El día 25
llegué a Jalapa, punto final de mi destino. En esta villa permanecí 75
días, pero el gobierno del general Santa Anna no me perdió de vista ni
me dejó vivir en paz, pues a los pocos días de mi llegada, allí recibí una
orden para ir a Jonacatepec del estado de México, dándose por motivo de
esta variación el que yo había ido a Jalapa desobedeciendo la orden del
gobierno que me destinaba al citado Jonacatepec. Sólo era esto un
pretexto para mortificarme porque el pasaporte y orden que se me
entregaron en Oaxaca decían terminantemente que Jalapa era el punto de
mi confinamiento. Lo representé así y no tuve contestación alguna. Se
hacía conmigo lo que el lobo de la fábula hacía con el cordero cuando le
decía que le enturbiaba su agua. Ya me disponía a marchar para
Jonacatepec cuando recibí otra orden para ir al castillo de Perote. Aún no
había salido de Jalapa para este último punto cuando se me previno que
fuera a Huamantla del estado de Puebla, para donde emprendí mi marcha
el día 12 de septiembre, pero tuve necesidad de pasar a Puebla para
conseguir algunos recursos con qué poder subsistir en Huamantla, donde
no me era fácil adquirirlos. Logrado mi objeto dispuse mi viaje para el
día 19, mas a las diez de la noche de la víspera de mi marcha fui
aprehendido por don José Santa Anna, hijo de don Antonio, y conducido
al cuartel de San José donde permanecí incomunicado hasta el día
siguiente que se me sacó escoltado e incomunicado para el castillo de
San Juan de Ulúa, donde llegué el día 29.
El capitán don José Isasi fue el comandante de la escolta que
me condujo desde Puebla hasta Veracruz.
Seguí incomunicado en el castillo hasta el día 5 de octubre a las once de
la mañana en que el gobernador del castillo, don Joaquín Rodal, me
intimó la orden del destierro para Europa entregándome el pasaporte
respectivo.
Me hallaba yo enfermo en esta vez y le contesté al gobernador que
cumpliría la orden que se me comunicaba luego que
estuviese aliviado; pero se manifestó inexorable diciéndome que tenía
orden de hacerme embarcar en el paquete inglés Avon que debía salir del
puerto a las dos de la tarde de aquel mismo día, y sin esperar otra
respuesta él mismo recogió mi equipaje y me condujo al buque. Hasta
entonces cesó la incomunicación en que había yo estado desde la noche
del 12 de septiembre.
El día 9 llegué a La Habana, donde por permiso que obtuve del
capitán general Cañedo permanecí hasta el día 18 de diciembre que partí
para Nueva Orleáns, donde llegué el día 29 del mismo mes.
Iconografía Alberto Beltran.
"Apuntes para mis hijos". Tomo I capítulo 1.
jueves, 7 de marzo de 2013
Apuntes para mis hijos XI
En agosto del mismo (1847) año llegué a Oaxaca. Los liberales aunque
perseguidos trabajaban con actividad para restablecer el orden legal, y
como para ello los autorizaba la ley, pues existía un decreto que expidió
el Congreso general a moción mía y de mis demás compañeros de la
diputación de Oaxaca reprobando el motín verificado en este estado y
desconociendo a las autoridades establecidas por los revoltosos, no vacilé
en ayudar del modo que me fue posible a los que trabajaban por el
cumplimiento de la ley que ha sido siempre mi espada y mi escudo.
El día 23 de noviembre (1847) logramos realizar con buen éxito un
movimiento contra las autoridades intrusas. Se encargó del gobierno el
presidente de la Corte de Justicia licenciado don Marcos Pérez. Se reunió
la legislatura que me nombró gobernador interino del estado.
El día 29 del mismo mes (noviembre 1847) me encargué del poder [ejecutivo], que
ejercí interinamente hasta el día 12 de agosto de 1848, en que se
renovaron los poderes del estado. Fui reelecto para el segundo periodo
constitucional que concluyó en agosto de 1852, en que entregué el mando
al gobernador interino don Ignacio Mejía. En el año de 1850 murió mi
hija Guadalupe a la edad de dos años, y aunque la ley que prohibía el
enterramiento de los cadáveres en los templos exceptuaba a la familia del
gobernador del estado, no quise hacer uso de esta gracia y yo mismo
llevé el cadáver de mi hija al cementerio de San Miguel, que está situado
a extramuros de la ciudad, para dar ejemplo de obediencia a la ley que las
[prerrogativas] nulificaban con perjuicio de la salubridad pública. Desde
entonces, con este ejemplo y con la energía que usé para evitar los
entierros en las iglesias, quedó establecida definitivamente la práctica de
sepultarse los cadáveres fuera de la población en Oaxaca.
Luego que en 1852 dejé de ser gobernador del estado se me
nombró director del Instituto de Ciencias y Artes y a la vez catedrático de
derecho civil.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1, Capítulo 1.
perseguidos trabajaban con actividad para restablecer el orden legal, y
como para ello los autorizaba la ley, pues existía un decreto que expidió
el Congreso general a moción mía y de mis demás compañeros de la
diputación de Oaxaca reprobando el motín verificado en este estado y
desconociendo a las autoridades establecidas por los revoltosos, no vacilé
en ayudar del modo que me fue posible a los que trabajaban por el
cumplimiento de la ley que ha sido siempre mi espada y mi escudo.
El día 23 de noviembre (1847) logramos realizar con buen éxito un
movimiento contra las autoridades intrusas. Se encargó del gobierno el
presidente de la Corte de Justicia licenciado don Marcos Pérez. Se reunió
la legislatura que me nombró gobernador interino del estado.
El día 29 del mismo mes (noviembre 1847) me encargué del poder [ejecutivo], que
ejercí interinamente hasta el día 12 de agosto de 1848, en que se
renovaron los poderes del estado. Fui reelecto para el segundo periodo
constitucional que concluyó en agosto de 1852, en que entregué el mando
al gobernador interino don Ignacio Mejía. En el año de 1850 murió mi
hija Guadalupe a la edad de dos años, y aunque la ley que prohibía el
enterramiento de los cadáveres en los templos exceptuaba a la familia del
gobernador del estado, no quise hacer uso de esta gracia y yo mismo
llevé el cadáver de mi hija al cementerio de San Miguel, que está situado
a extramuros de la ciudad, para dar ejemplo de obediencia a la ley que las
[prerrogativas] nulificaban con perjuicio de la salubridad pública. Desde
entonces, con este ejemplo y con la energía que usé para evitar los
entierros en las iglesias, quedó establecida definitivamente la práctica de
sepultarse los cadáveres fuera de la población en Oaxaca.
Luego que en 1852 dejé de ser gobernador del estado se me
nombró director del Instituto de Ciencias y Artes y a la vez catedrático de
derecho civil.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1, Capítulo 1.
Etiquetas:
Instituto de Ciencias y Artes,
Oaxaca
domingo, 10 de febrero de 2013
Apuntes para mis hijos X
En el año de 1845, en Oaxaca fue
secundado el movimiento contra
Paredes por el general don Juan
Bautista Díaz; se nombró una
junta legislativa y un poder ejecutivo
compuesto de tres personas
que fueron nombradas por una junta de notables.
La elección recayó en don Luis Fernández del Campo,
don José
Simeón Arteaga y en mí (Benito Juárez), y entramos
desde luego a desempeñar este
encargo con que se nos honró.
Dada cuenta al gobierno general de este
arreglo, resolvió que cesase
la junta legislativa y que sólo don José Simeón
Arteaga quedara encargado
del poder ejecutivo del estado.
Yo debí
volver a la fiscalía del tribunal, que era mi puesto legal,
pero el gobernador
Arteaga lo disolvió para reorganizarlo con otras
personas, y en
consecuencia procedió a su renovación nombrándome
presidente o regente
como entonces se llamaba al que presidía el tribunal
de justicia del
estado.
El gobierno general
convocó a la nación para que eligiese sus
representantes con
amplios poderes para reformar la Constitución de
1824 y yo fui uno de
los nombrados por Oaxaca, habiendo marchado
para la capital de la
república a desempeñar mi nuevo encargo a
principios de
diciembre del mismo año de 1846. En esta vez estaba ya
invadida la república
por fuerzas de los Estados Unidos del Norte. El
gobierno carecía de
fondos suficientes para hacer la defensa y era preciso
que el Congreso le
facilitara los medios de adquirirlos. El diputado por
Oaxaca don Tiburcio
Cañas hizo iniciativa para que se facultara al
gobierno para
hipotecar parte de los bienes que administraba el clero a
fin de facilitarse
recursos para la guerra. La proposición fue admitida y
pasada a una comisión
especial, a que yo pertenecí, con recomendación
de que fuese
despachada de preferencia.
En 10 de enero de 1847 se presentó el dictamen
respectivo consultándose
la adopción de la medida que se puso
inmediatamente a discusión.
El debate fue sumamente largo y acalorado; porque
el partido moderado,
que contaba en la cámara con una grande mayoría,
hizo una fuerte
oposición al proyecto. A las dos de la mañana del día 11
se aprobó sin
embargo el dictamen en lo general; pero al discutirse en
lo particular la
oposición estuvo presentando multitud de adiciones
a cada uno de sus
artículos con la mira antipatriótica de que
aun cuando saliese aprobado
el decreto tuviese tantas trabas que no
diese el resultado que el Congreso
se proponía. A las diez de la mañana
terminó la discusión con la aprobación
de la ley, que por las razones
expresadas no salió con la amplitud que se deseaba.
Desde entonces el
clero, los moderados y los conservadores redoblaron sus
trabajos para destruir la ley y para quitar de la presidencia
de la república a don Valentín Gómez Farías, a quien consideraban como
jefe del partido
liberal. En pocos días lograron realizar sus deseos
sublevando una parte
de la guarnición de la [ciudad] en los momentos en
que nuestras tropas
se batían en defensa de la independencia nacional en
la frontera del norte
y en la plaza de Veracruz. Este motín que se llamó
de los
"polkos", fue visto con indignación por la mayoría de la república,
y considerando los
sediciosos que no era posible el buen éxito de su plan
por medio de las
armas recurrieron a la seducción y lograron atraerse al
general Santa Anna,
que se hallaba a la cabeza del ejército que fue a batir
al enemigo en La
Angostura y a quien el partido liberal acababa de
nombrar presidente de
la república contra los votos del partido moderado
y conservador; pero
Santa Anna, inconsecuente como siempre, abandonó
a los suyos y vino a
México violentamente a dar el triunfo a los rebeldes.
Los pronunciados
fueron a recibir a su protector a la villa de Guadalupe,
llevando sus pechos
adornados con escapularios y reliquias de santos
como "defensores
de la religión y de los fueros". Don Valentín Gómez
Farías fue destituido
de la vicepresidencia de la república y los diputados
liberales fueron
hostilizados, negándoseles la retribución que la ley les
concedía para poder
subsistir en la capital. Los diputados por Oaxaca no
podíamos recibir
ningún auxilio de nuestro estado porque habiéndose
secundado en él el
pronunciamiento de los "polkos", fueron destruidas las
autoridades legítimas
y sustituidas por las que pusieron los sublevados, y
como de hecho el
Congreso ya no tenía sesiones por falta de número,
resolví volver a mi
casa para dedicarme al ejercicio de mi profesión.
"Apuntes para mis hijos" Tomo I, capítulo 1.
sábado, 2 de febrero de 2013
Apuntes para mis hijos IX
Estos golpes que sufrí y que veía sufrir casi diariamente a todos los
desvalidos que se quejaban contra las arbitrariedades de las clases
privilegiadas en consorcio con la autoridad civil, me demostraron de
bulto que la sociedad jamás sería feliz con la existencia de aquellas y de
su alianza con los poderes públicos y me afirmaron en mi propósito de
trabajar constantemente para destruir el poder funesto de las clases
privilegiadas.
Así lo hice en la parte que pude y así lo haría el partido
liberal; pero por desgracia de la humanidad el remedio que entonces se
procuraba aplicar ni curaba el mal de raíz, pues aunque repetidas veces se
lograba derrocar la administración retrógrada reemplazándola con otra
liberal, el cambio era sólo de personas y quedaban subsistentes en las
leyes y en las constituciones los fueros eclesiásticos y militar, la
intolerancia religiosa, la religión de Estado y la posesión en que estaba el
clero de cuantiosos bienes de que abusaba fomentando los motines para
cimentar su funesto poderío.
Así fue que apenas se establecía una administración liberal cuando
a los pocos meses era derrocada y perseguidos sus partidarios.
Desde el año de 1839 hasta el de 40 estuve dedicado
exclusivamente al ejercicio de mi profesión. En el año de 1841 la Corte
de Justicia me nombró juez de primera instancia del ramo civil y de
hacienda de la capital del estado.
En 31 de julio de 1843 me casé con doña Margarita Maza, hija de
don Antonio Maza y de doña Petra Parada.
En 1844, el gobernador del estado, general don Antonio León, me
nombró secretario del despacho del gobierno y a la vez fui electo vocal
suplente de la asamblea departamental. A los pocos meses se procedía a
la renovación de los magistrados del tribunal superior del estado, llamado
entonces departamento porque regía la forma central en la nación, y fui
nombrado fiscal segundo del mismo.
En el año de 1845 se hicieron elecciones de diputados a la
asamblea departamental y yo aparecí como uno de tantos candidatos que
se proponían en el público. Los electores se fijaron en mí y resulté electo
por unanimidad de sus sufragios. En principios de 1846 fue disuelta la
asamblea departamental a consecuencia de la sedición militar acaudillada
por el general Paredes, que teniendo orden del presidente don José
Joaquín de Herrera para marchar a la frontera amagada por el ejército
americano, se pronunció en la hacienda del Peñasco del estado de San
Luis Potosí y contramarchó para la capital de la república a posesionarse
del gobierno, como lo hizo, entregándose completamente a la dirección
del partido monárquico conservador. El partido liberal no se dio por
vencido. Auxiliado por el partido santannista trabajó activamente hasta
que logró destruir la administración retrógrada de Paredes, encargándose
provisionalmente de la presidencia de la república el general don
Mariano Salas.
sábado, 19 de enero de 2013
Apuntes para mis hijos VIII
Me hallaba yo entonces, a fines de 1834, sustituyendo la
cátedra de derecho canónico en el Instituto y no pudiendo ver con
indiferencia la injusticia que se cometía contra mis infelices clientes, pedí
permiso al director para ausentarme unos días y marché para el pueblo de
Miahuatlán, donde se hallaban los presos, con el objeto de obtener su
libertad. Luego que llegué a dicho pueblo me presenté al juez don
Manuel María Feraud, quien me recibió bien y me permitió hablar con
los presos. Enseguida le supliqué me informase el estado que tenía la
causa de los supuestos reos y del motivo de su prisión, me contestó que
nada podía decirme porque la causa era reservada; le insté que me leyese
el auto de bien preso, que no era reservado y que debía haberme proveído
ya por haber transcurrido el término que la ley exigía para dictarse.
Tampoco accedió a mi pedido, lo que me obligó ya a indicarle que
presentaría un ocurso al día siguiente para que se sirviese darme su
respuesta por escrito a fin de promover después lo que a la defensa de
mis patrocinados conviniere en justicia. El día siguiente presenté mi
ocurso, como lo había ofrecido, pero ya el juez estaba enteramente
cambiado, me recibió con suma seriedad y me exigió el poder con que yo
gestionaba por los reos; y habiendo contestado que siendo abogado
conocido y hablando en defensa de reos pobres no necesitaba yo de poder
en forma, me previno que me abstuviese de hablar y que volviese a la
tarde para rendir mi declaración preparatoria en la causa que me iba a
abrir para juzgarme como vago.
Como el cura estaba ya en el pueblo y el
prefecto obraba por su influencia, temí mayores tropelías y regresé a la
ciudad con la resolución de acusar al juez ante la Corte de Justicia, como
lo hice; pero no se me atendió porque en aquel tribunal estaba también
representado el clero. Quedaban pues cerradas las puertas de la justicia
para aquellos que gemían en la prisión, sin haber cometido ningún delito,
y sólo por haberse quejado por las vejaciones de un cura. Implacable éste
en sus venganzas, como los son generalmente los sectarios de alguna
religión, no se conformó con los triunfos que obtuvo en los tribunales,
sino que quiso perseguirme y humillarme de un modo directo, y para
conseguirlo hizo firmar al juez Feraud un exhorto que remitió al juez de
la capital, para que procediese a mi aprehensión y me remitiera con
segura custodia al pueblo de Miahuatlán, expresando por única causa de
este procedimiento, que estaba yo en el pueblo de Loxicha sublevando a
los vecinos contra las autoridades ¡y estaba yo en la ciudad, distante
cincuenta leguas del pueblo de Loxicha, donde jamás había ido!
El juez de la capital, que obraba también de acuerdo con el cura,
no obstante de que el exhorto no estaba requisitado conforme a las leyes,
pasó a mi casa a la medianoche y me condujo a la cárcel sin darme más
razón que la de que tenía orden de mandarme preso a Miahuatlán.
También fue conducido a la prisión el licenciado don José Inés Sandoval,
a quien los presos habían solicitado para que los defendiese.
Era tan notoria la falsedad del delito que se me imputaba y tan
clara la injusticia que se ejercía contra mí, que creí como cosa segura que
el tribunal superior, a quien ocurrí quejándome de tan infame tropelía, me
mandaría inmediatamente poner en libertad; pero me equivoqué, pues
hasta al cabo de nueve días se me excarceló bajo de fianza, y jamás se dio
curso a mis quejas y acusaciones contra los jueces que me habían
atropellado.
cátedra de derecho canónico en el Instituto y no pudiendo ver con
indiferencia la injusticia que se cometía contra mis infelices clientes, pedí
permiso al director para ausentarme unos días y marché para el pueblo de
Miahuatlán, donde se hallaban los presos, con el objeto de obtener su
libertad. Luego que llegué a dicho pueblo me presenté al juez don
Manuel María Feraud, quien me recibió bien y me permitió hablar con
los presos. Enseguida le supliqué me informase el estado que tenía la
causa de los supuestos reos y del motivo de su prisión, me contestó que
nada podía decirme porque la causa era reservada; le insté que me leyese
el auto de bien preso, que no era reservado y que debía haberme proveído
ya por haber transcurrido el término que la ley exigía para dictarse.
Tampoco accedió a mi pedido, lo que me obligó ya a indicarle que
presentaría un ocurso al día siguiente para que se sirviese darme su
respuesta por escrito a fin de promover después lo que a la defensa de
mis patrocinados conviniere en justicia. El día siguiente presenté mi
ocurso, como lo había ofrecido, pero ya el juez estaba enteramente
cambiado, me recibió con suma seriedad y me exigió el poder con que yo
gestionaba por los reos; y habiendo contestado que siendo abogado
conocido y hablando en defensa de reos pobres no necesitaba yo de poder
en forma, me previno que me abstuviese de hablar y que volviese a la
tarde para rendir mi declaración preparatoria en la causa que me iba a
abrir para juzgarme como vago.
Como el cura estaba ya en el pueblo y el
prefecto obraba por su influencia, temí mayores tropelías y regresé a la
ciudad con la resolución de acusar al juez ante la Corte de Justicia, como
lo hice; pero no se me atendió porque en aquel tribunal estaba también
representado el clero. Quedaban pues cerradas las puertas de la justicia
para aquellos que gemían en la prisión, sin haber cometido ningún delito,
y sólo por haberse quejado por las vejaciones de un cura. Implacable éste
en sus venganzas, como los son generalmente los sectarios de alguna
religión, no se conformó con los triunfos que obtuvo en los tribunales,
sino que quiso perseguirme y humillarme de un modo directo, y para
conseguirlo hizo firmar al juez Feraud un exhorto que remitió al juez de
la capital, para que procediese a mi aprehensión y me remitiera con
segura custodia al pueblo de Miahuatlán, expresando por única causa de
este procedimiento, que estaba yo en el pueblo de Loxicha sublevando a
los vecinos contra las autoridades ¡y estaba yo en la ciudad, distante
cincuenta leguas del pueblo de Loxicha, donde jamás había ido!
El juez de la capital, que obraba también de acuerdo con el cura,
no obstante de que el exhorto no estaba requisitado conforme a las leyes,
pasó a mi casa a la medianoche y me condujo a la cárcel sin darme más
razón que la de que tenía orden de mandarme preso a Miahuatlán.
También fue conducido a la prisión el licenciado don José Inés Sandoval,
a quien los presos habían solicitado para que los defendiese.
Era tan notoria la falsedad del delito que se me imputaba y tan
clara la injusticia que se ejercía contra mí, que creí como cosa segura que
el tribunal superior, a quien ocurrí quejándome de tan infame tropelía, me
mandaría inmediatamente poner en libertad; pero me equivoqué, pues
hasta al cabo de nueve días se me excarceló bajo de fianza, y jamás se dio
curso a mis quejas y acusaciones contra los jueces que me habían
atropellado.
Apuntes para mis hijos VII
Revocada la orden de mi confinamiento volví a Oaxaca y me
dediqué al ejercicio de mi profesión. Se hallaba todavía el clero en pleno
goce de sus fueros y prerrogativas y su alianza estrecha con el poder civil
le daba una influencia casi omnipotente. El fuero que lo sustraía de la
jurisdicción de los tribunales comunes le servía de escudo contra la ley y
de salvoconducto para entregarse impunemente a todos los excesos y a
todas las injusticias. Los aranceles de los derechos parroquiales eran letra
muerta.
El pago de las obvenciones se regulaba según la voluntad
codiciosa de los curas. Había sin embargo algunos eclesiásticos probos y
honrados que se limitaban a cobrar lo justo y sin sacrificar a los fieles;
pero eran muy raros estos hombres verdaderamente evangélicos, cuyo
ejemplo lejos de retraer de sus abusos a los malos era motivo para que los
censurasen diciéndoles que "mal enseñaban a los pueblos y echaban a
perder los curatos". Entretanto, los ciudadanos gemían en la opresión y
en la miseria, porque el fruto de su trabajo, su tiempo y su servicio
personal todo, estaba consagrado a satisfacer la insaciable codicia de sus
llamados pastores. Si ocurrían a pedir justicia muy raras veces se les oía
y comúnmente recibían por única contestación el desprecio o la prisión.
Yo he sido testigo y víctima de una de estas injusticias.
Los vecinos del pueblo de Loxicha ocurrieron a mí para que elevase sus quejas e hiciese
valer sus derechos ante el tribunal eclesiástico contra su cura que les
exigía las obvenciones y servicios personales sin sujetarse a los
aranceles. Convencido de la injusticia de sus quejas por la relación que
de ellas me hicieron y por los documentos que me mostraron, me
presenté al tribunal o provisorato, como se le llamaba. Sin duda, por mi
carácter de diputado y porque entonces regía en el estado una
administración liberal, pues esto pasaba a principios del año de 1834, fue
atendida mi solicitud y se dio orden al cura para que se presentara a
contestar los cargos que se le hacían, previniéndosele que no volviera a la
parroquia hasta que no terminase el juicio que contra él se promovía;
pero desgraciadamente a los pocos meses cayó aquella administración,
como he dicho antes, y el clero, que había trabajado por el cambio,
volvió con más audacia y sin menos miramientos a la sociedad y a su
propio decoro, a ejercer su funesta influencia en favor de sus intereses
bastardos.
El juez eclesiástico, sin que terminara el juicio que yo había
promovido contra el cura de Loxicha, sin respetar sus propias decisiones
y sin audiencia de los quejosos, dispuso de plano que el acusado volviera
a su curato. Luego que aquel llegó al pueblo de Loxicha mandó prender a
todos los que habían representado contra él y de acuerdo con el prefecto
y con el juez del partido, los puso en la cárcel con prohibición de que
hablarán con nadie. Obtuvo órdenes de las autoridades de la capital para
que fuesen aprehendidos y reducidos a prisión los vecinos del citado
pueblo que fueron a la ciudad a verme, o a buscar otro abogado que los
patrocinase.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1.
Etiquetas:
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Oaxaca,
Tribunal Eclesiástico
sábado, 5 de enero de 2013
Apuntes para mis hijos VI
En el año de 1832 se inició una revolución contra la administración
del presidente de la república don Anastasio Bustamante, que cayó a
fines del mismo año con el partido escocés que lo sostenía. En principios
de 1833 fui electo diputado al Congreso del estado.
Con motivo de la Ley de Expulsión de Españoles dada por el Congreso
general, el obispo de Oaxaca, don Manuel Isidoro Pérez, no obstante de
que estaba exceptuado de esta pena, rehusó continuar en su diócesis y se
fue para España. Como no quedaba ya ningún obispo en la república,
porque los pocos que había se habían marchado también al extranjero,
no era fácil recibir las órdenes sagradas y sólo podían conseguirse yendo
a La Habana o a Nueva Orleáns, para lo que era indispensable contar
con recursos suficientes de que yo carecía. Esta circunstancia fue para
mí sumamente favorable, porque mi padrino conociendo mi imposibilidad
para ordenarme sacerdote me permitió que siguiera la carrera del foro.
Desde entonces seguí ya subsistiendo con mis propios recursos.
En el mismo año fui nombrado ayudante del comandante general
don Isidro Reyes, que defendió la plaza contra las fuerzas del general
Canalizo, pronunciado por el Plan de Religión y Fueros, iniciado por el
coronel don Ignacio Escalada en Morelia. Desde esa época el partido
clérico-militar se lanzó descaradamente a sostener a mano armada y por
medio de los motines, sus fueros, sus abusos y todas sus pretensiones
antisociales. Lo que dio pretexto a este motín de las clases privilegiadas
fue el primer paso que el partido liberal dio entonces en el camino de la
reforma, derogando las leyes injustas que imponían coacción civil para el
cumplimiento de los votos monásticos y para el pago de los diezmos.
En enero de 1834 me presenté a examen de jurisprudencia práctica
ante la Corte de Justicia del estado y fui aprobado expidiéndoseme el
título de abogado. A los pocos días la legislatura me nombró magistrado
interino de la misma Corte de Justicia, cuyo encargo desempeñé poco
tiempo. Aunque el pronunciamiento de Escalada secundado por Arista,
Durán y Canalizo fue sofocado en el año anterior, sus promovedores
siguieron trabajando y al fin lograron en este año destruir la
administración de don Valentín Gómez Farías, a lo que contribuyeron
muchos de los mismos partidarios de aquella administración, porque
comprendiendo mal los principios de libertad, como dije antes,
marchaban sin brújula y eran conducidos fácilmente al rumbo que los
empujaban sus ambiciones, sus intereses o sus rencores. Cayó por
consiguiente la administración pública de Oaxaca en que yo servía y fui
confinado a la ciudad de Tehuacán, sin otro motivo que el de haber
servido con honradez y lealtad en los puestos que se me encomendaron.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1 capítulo I.
del presidente de la república don Anastasio Bustamante, que cayó a
fines del mismo año con el partido escocés que lo sostenía. En principios
de 1833 fui electo diputado al Congreso del estado.
Con motivo de la Ley de Expulsión de Españoles dada por el Congreso
general, el obispo de Oaxaca, don Manuel Isidoro Pérez, no obstante de
que estaba exceptuado de esta pena, rehusó continuar en su diócesis y se
fue para España. Como no quedaba ya ningún obispo en la república,
porque los pocos que había se habían marchado también al extranjero,
no era fácil recibir las órdenes sagradas y sólo podían conseguirse yendo
a La Habana o a Nueva Orleáns, para lo que era indispensable contar
con recursos suficientes de que yo carecía. Esta circunstancia fue para
mí sumamente favorable, porque mi padrino conociendo mi imposibilidad
para ordenarme sacerdote me permitió que siguiera la carrera del foro.
Desde entonces seguí ya subsistiendo con mis propios recursos.
En el mismo año fui nombrado ayudante del comandante general
don Isidro Reyes, que defendió la plaza contra las fuerzas del general
Canalizo, pronunciado por el Plan de Religión y Fueros, iniciado por el
coronel don Ignacio Escalada en Morelia. Desde esa época el partido
clérico-militar se lanzó descaradamente a sostener a mano armada y por
medio de los motines, sus fueros, sus abusos y todas sus pretensiones
antisociales. Lo que dio pretexto a este motín de las clases privilegiadas
fue el primer paso que el partido liberal dio entonces en el camino de la
reforma, derogando las leyes injustas que imponían coacción civil para el
cumplimiento de los votos monásticos y para el pago de los diezmos.
En enero de 1834 me presenté a examen de jurisprudencia práctica
ante la Corte de Justicia del estado y fui aprobado expidiéndoseme el
título de abogado. A los pocos días la legislatura me nombró magistrado
interino de la misma Corte de Justicia, cuyo encargo desempeñé poco
tiempo. Aunque el pronunciamiento de Escalada secundado por Arista,
Durán y Canalizo fue sofocado en el año anterior, sus promovedores
siguieron trabajando y al fin lograron en este año destruir la
administración de don Valentín Gómez Farías, a lo que contribuyeron
muchos de los mismos partidarios de aquella administración, porque
comprendiendo mal los principios de libertad, como dije antes,
marchaban sin brújula y eran conducidos fácilmente al rumbo que los
empujaban sus ambiciones, sus intereses o sus rencores. Cayó por
consiguiente la administración pública de Oaxaca en que yo servía y fui
confinado a la ciudad de Tehuacán, sin otro motivo que el de haber
servido con honradez y lealtad en los puestos que se me encomendaron.
"Apuntes para mis hijos" Tomo 1 capítulo I.
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